Un humilde guiso de carnes «de pelo y pluma» con torta de pan ácimo ha captado la atención de ilustres intelectuales y ha desarrollado una arraigada cultura popular

En su libro Valencia, Azorín dejaba claro que el gazpacho es una cosa y los gazpachos, otra. No se nos ocurre una mejor diferenciación terminológica para evitar confusiones entre una sopa fría de hortalizas y un suculento guiso de pan ácimo con carnes «de pelo y pluma»: poco tienen que ver, salvo una homonimia que los filólogos más ilustres —Corominas, Moliner— no acertaron a explicar. Así pues, optamos por nombrar en singular a la sopa andaluza y en plural a un guiso tan arraigado entre nosotros como para rechazar la idea de considerarlo «gazpacho manchego». De cualquier modo, hay que evitarle el mal trago al desorientado que acaba zampándose un substancioso plato de caliente cuando creía estar pidiendo algo fresquito y ligero. Menos habitual es lo contrario, porque, dentro y fuera de España, el plato más extendido es el gazpacho, el andaluz, mientras que los gazpachos son poco conocidos fuera de La Mancha y la Comunitat Valenciana.

Azorín en un retrato de Zuloaga.

Incluso un gastrónomo de la talla de Josep Pla sufre esa confusión y algo le deja perplejo al hablar, con inmenso agrado, de la sopa andaluza: «Cervantes utiliza la palabra en plural: gazpachos». No repara en que el autor del Quijote se refiere a algo completamente distinto. En el capítulo de El que hem menjat dedicado al gazpacho, Pla saca a escena al mismísimo Joan Fuster, con quien comparte la afición a ese plato. Que dos iconos del catalanismo aparezcan unidos por una especialidad andaluza no deja de tener su qué, aunque, hoy, el gazpacho forme parte de un ámbito gastronómico mucho más amplio. Eso no pasaba cuando se publicó El que hem menjat, donde Pla lamentaba no poderle ofrecer un gazpacho a Fuster porque los restaurantes de L’Empordà no lo preparaban y cuenta que en Cádiz no encontró la fórmula ni en la biblioteca. Hoy podría pedirlo hasta en un supermercado y conseguiría la receta en cualquier blog.

Carpetovetónicos y devotos de lo árabe

El propio Azorín fue uno de los principales valedores de la idea de que «los gazpachos son una infiltración de La Mancha» entre nosotros. Lorenzo Millo le recriminó luego «su entusiasmo por todo lo carpetovetónico» al escribir aquello, pero desde una óptica que pecaba a todas luces de una devoción equivalente: la de los eruditos que le atribuyen al pasado árabe cualquier cosa pintoresca. Millo constataba que los recetarios andalusíes incluyen platos parecidos a los gazpachos, como la barmakiya o la lamtüniya, y esgrimía tesis mucho más endebles a favor del origen árabe del plato: que si el cerdo sólo interviene excepcionalmente en su preparación, que si algunos de los pueblos más aficionados a él tienen un pasado más o menos morisco… En todo caso, que los andalusíes los comieran no significa que los inventaran. La cultura del trigo es una inequívoca seña de identidad de la civilización romana y los gazpachos forman parte de ella. Ya habría cosas muy parecidas antes de que existiera La Mancha o de que se islamizara la Península Ibérica e incluso con anterioridad.

Finalmente, un fabuloso hallazgo arqueológico confirmó irrefutablemente, a principios de los noventa, el origen ancestral de los gazpachos. La aparición de tres tablillas de arcilla escritas en acadio hacia 1700 aC, con más de treinta recetas de cocina, pulverizaba el récord del romano De re coquinaria, que dejó de ser considerado el más antiguo de los recetarios. La técnica culinaria encontrada en lo más profundo de la historia consiste indefectiblemente en cocer carne y/o verduras en agua y grasa: exactamente, una «olla» o «puchero». A veces, incorpora un detalle que para el asiriólogo francés encargado de analizar el hallazgo, Jean Bottéro, no resultó relevante: ¡Añade trozos de torta de cereal! Según Bottéro, desconocedor sin duda de los gazpachos, se hacía «para espesar el líquido y hacerlo untuoso». Nada más. Pero, evidentemente, estamos hablando de unos gazpachos. Y eso, unos 3.000 años antes de que apareciera la primera referencia a platos similares en la cocina andalusí.

Carnes de pelo y plumo en un óleo de Yepes.

La ruta de los gazpachos

Con todo, lo de la «infiltración de La Mancha» tiene su lógica y no sólo visto desde Monóvar. De hecho, los gazpachos están particularmente arraigados en nuestros pueblos más cercanos a esa región. Una primera «ruta de los gazpachos» pasa por el corredor del Vinalopó, natural vía de comunicación entre la Meseta y el Mediterráneo, y nada se saben al norte de la Comunitat, que no linda con La Mancha. Sí son gazpacheras, en cambio, el Valle de Cofrentes y la Plana de Utiel, tan valencianas como castellanomanchegas, según se mire. Curiosamente, en la aragonesa Sierra de Albarracín, fronteriza también con Castilla-La Mancha, reaparecen los gazpachos, en una versión tan próxima a la nuestra como a otra especialidad de raigambre manchega: el morteruelo. Siguiendo las recetas propias de cada lugar se dibuja en el mapa una expansión por ondas con epicentro en La Mancha, donde, por ejemplo, los gazpachos no llevan cebolla: en Almansa, pongamos por caso. Cerca, en Sax y Villena, sí, pero no en Pinoso, Monóvar, Jumilla o Utiel. Más lejos del hipotético foco de «infiltración» de los gazpachos —en Castalla, Agost, Benidorm o San Miguel de Salinas—, reaparece la cebolla.

Una técnica peculiar de algunos gazpachos, que se sirven «a banda» o «por vuelcos», dibuja un mapa sin más sentido. Seijo Alonso habla de unos gazpachos de Busot en los que la carne y la torta guisada se presentan en servicios distintos. En una fórmula de Alcoleja y Benillup, el conejo, previamente cocido, se fríe con tomate y se sirve de segundo, después de los gazpachos guisados en el caldo de hervir la carne. En Utiel o en Xàtiva se suele servir de segundo la carne cocida y frita, acompañada de allioli. Lo de cocer la carne primero y freírla después, ligado a arcaicas técnicas culinarias, se invierte en los casos en que se sofríe antes de cubrirla de agua para guisarla con la torta.