José Vicente Garnés y María Adrián merecían un restaurante como este. Empezaron con una mano delante y otra detrás. Sin capital, ni fondo de comercio. A puro pelo. Sólo con su ilusión. Sin experiencia ni apenas formación. María era bióloga y José había nacido en un bar de bocadillos. Les gustaba la cocina, pero no podían presumir del típico curriculum con stages en casas de prestigio. En mi primera visita, La Farola tenía el aspecto de un casino de pueblo, aunque en el plato te encontrabas un maravilloso ceviche o una sopa fría de remolacha. Hoy entras por la puerta, ves la cava que preside el vestíbulo y piensas que ahora sí, esto por fin parece lo que es: un restaurante muy serio.

Canelón moruno de cordero. POR santos ruiz

Tanto José como María son cocineros. Juntos piensan los platos y juntos los preparan. Pero cuando llega el servicio, José se pone el mandil de camarero sobre la chaquetilla de cocinero y sale al comedor para atender las mesas. Tiene ese aire de yerno ideal al que todos los clientes adoran. Servicial y amable, parece sinceramente empeñado en que todo el mundo se sienta como en casa. Tiene algún cliente de la comarca, pero casi todos los comensales vienen desde València. 40 minutos de coche parecen pocos para comer tan bien por tan poco dinero.

Ravioli de gambas con alcachofas y trufa Urban

La propuesta gastronómica no es sencilla, pero sí sensata. A todos gusta sin abrumar a nadie. Reconocemos los modos de la cocina contemporánea pero reencontrándonos con sabores reconocibles. Ni José, ni María, parecen tener la necesidad de reivindicar nada. Se preocupan de gustar pero no de impresionar. Lanzan, por ejemplo, una cebolla a la llama con brandada de bacalao y anguila ahumada o una ostra con escabeche de apio y manzana. Son platos que no sorprenden por su originalidad pero están buenísimos. Las raciones son importantes. Aquí hay que venir con hambre. Su plato de raviolis con gambas bastaría como plato único en un menú ejecutivo (buenos los raviolis y bueno el caldo que los acompaña). De iguales proporciones son sus alubias con orejas, manitas y gambas (un plato que necesitaría algo más de potencia para terminar de seducir).

Gyoza de trinchat Urban

Una de las mejores virtudes de estos dos jóvenes cocineros es la habilidad con la que se relacionan con la cocinas étnicas. Las dejan entrar en sus menús sin que esos toques exóticos chirríen en la carta de un restaurante de interior. Te plantan, por ejemplo, una auténtica bastella marroquí de cordero. Pero como la ponen de farsa de un canelón y la bautizan con una generosa cantidad de trufa, se mimetiza con la cocina del interior. Lo mismo ocurre con su gyoza que, rellena de trinchat de longaniza, tiene todo el sabor de las cocinas del pueblo.

Cuando los conocí eran dos y soñaban con cuadrar las cuentas cada semana. Hoy son ya una plantilla de cinco personas y tienen beneficios con los que sufragar una reforma que apoye sus sueños. Empezó como un bar de bocadillos y apunta a convertirse en uno de los referentes de la cocina de Castelló. Qué bonito ver que los planes salen bien.