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Tiempo de juego

Y sin embargo...

No hay dulzura en la derrota. Uno juega para ganar, sumar puntos o alejar rivales y, en caso de no hacerlo, nada aliviará al derrotado

Y sin embargo...

Consensuado el dolor, homenajeemos a los caídos. Fue una película sin final feliz. Un amor sin beso. Una invasión sin conquista. Un concierto de Sabina sin bises. Un combate a los puntos. Lo vivido fue una exhibición en el Camp Nou sin gol. Para los amantes del resultadismo, el «jugar como nunca y perder como siempre». Estos últimos no encontrarán consuelo en las próximas líneas.

No hay verdadera desesperación sin esperanza y durante 90 minutos pudimos dar fe de ello. Tras una primera parte excelsa en todos los sentidos del juego (salvo en la fortuna y la definición), el valencianismo recibió suficientes señales como para creer que algo grande estaba por llegar obviando el desgaste, la entidad del enemigo, el escenario y hasta el resultado. Con un planteamiento agresivo, armónico, desafiante y con la convicción de poder medirse de tú a tú sin ruborizarse al líder en su estadio, el Valencia se mostró al mundo con una insultante madurez impropia de la edad del vestuario y del proyecto. Es posible que al descanso, se disparara la venta de camisetas blanquinegras y se incrementara el número de simpatizantes valencianistas en los lugares más recónditos del planeta. La primera insolencia fue arrebatarle la pelota a quien presume de domarla. La siguiente fue, en caso de pérdida, morder hasta recuperarla. Todas las demás irreverencias para con el rival, corrieron a cargo de Nicolás Otamendi.

Una vez más, Otamendi lideró las acometidas y suyas fueron las arengas, los duelos y las protestas. Si el Valencia se mantuvo en pie hasta el final, fue porque Otamendi le prestó su alma. Nunca antes nadie contagió semejante ímpetu, orgullo, carisma y valor en la batalla. Hizo lo suyo; jaleó a los demás. Estuvo pendiente de Messi, de Suárez, del árbitro y hasta del repartidor de refrescos en la grada. Cada vez que un adversario salía del regate, aparecía él para cerrarle el paso. Imponente, su imagen lo confirma: existe el rinoceronte hipster. Otamendi no se rinde. Jamás. Donde otros desisten y frenan, él llega. Compruébenlo: siempre sale en la foto. En el primer gol, aguantó el uno contra uno a Messi, ganando tiempo para el repliegue de sus compañeros y haciendo que Leo se traicionara a sí mismo, no definiendo y asistiendo resignado a Suárez, con quien tendría que haber llegado Orban si no se hubiera caído por el camino. En el segundo tanto, con el Valencia batido y el reloj dictando sentencia, recorrió todo el campo de área a área a la caza de un imposible. Sospechen conmigo: Messi no perseguía el gol; huía de Otamendi.

Sucedió tal y como lo vieron o se lo contaron. El Valencia tuvo más posesión del balón, más llegadas, más remates. Hizo más faltas, recuperó más y corrió más como nadie. Pero la pelota, caprichosa como ella sola, no quiso entrar. Es cierto. En el fútbol, los merecimientos y la justicia no llenan el cofre de puntos ni las vitrinas de trofeos. Y probablemente, a medida que vayan pasando los días el romanticismo cederá terreno a la rabia y el lamento. Nunca reconfortó el corazón, aquello de: «te quiero pero solo como amigo».

Para los pesimistas, tan solo quedará el penalti fallado, el balón al palo y los disparos que se alejaron silbando. Para otros, en cambio, quedará el recuerdo de lo bello, la lucha sin cuartel, la competitividad en territorio enemigo, el camino andando para regresar a la élite. El Valencia no solo perdió una batalla. También el miedo y los complejos.

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