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Entrevista | Miguel Ángel Bossio (Montevideo, 1960)

"Yo jugaba al límite del reglamento"

El Valencia acertó de pleno con el fichaje del capitán uruguayo del Mundial de México´86 para liderar el proyecto del ascenso

"Yo jugaba al límite del reglamento"

Del Peñarol campeón de Liga a un club endeudado y recién descendido a Segunda. ¿por qué fichó usted por el Valencia?

Yo tenía casi cerrado un acuerdo con el Junior de Barranquilla y el Valencia apareció de imprevisto. Te digo más: fiché por el Valencia por parar en una pizzería. El pizzero era compadre de un representante, el de Fernando Morena (exfutbolista del Valencia años antes) y me dijo que habia visto en la tele que me iba al Barranquilla. «Mi compadre te llevará allí», me contó. A los dos días estaba volando para Valencia. Yo estaba enamorado de la ciudad, la había visitado con el Peñarol en el Naranja y con la selección con la despedida de Saura.

¿Qué le cautivó tanto?

Era un sentimiento de nostalgia. Cada vez que había ido a Valencia y me volvía hacia el aeropuerto, me decía: «Qué maravilla de ciudad, me quedaría aquí para siempre». Mira que he conocido ciudades, pero Valencia era distinta. Era el entorno, la gente, Mestalla... todo. Wilmar Cabrera me llamó días antes y me dijo: «Como compañero de selección, es mi obligación decirte que el Valencia me debe dinero de la pasada temporada». Le agradecí la información, pero le aseguré que confiaba a muerte en la gente del club, en Tuzón, Domingo, Jiménez y compañía. Firmé contrato para dos años y luego fueron cinco. Eso sí, le dije a Arturo Tuzón, nada más llegar, que yo tenía dos cosas malas: una, que siempre quiero ganar a cualquier precio, que si tengo que dejar mal al club lo haré, aunque tenga que hacer trampa. Y segundo, saqué el paquete de tabaco y le dije «yo fumo». Nunca me escondí. Yo y algún compañero nos fumábamos el cigarrito en la charla prepartido con Alfredo Di Stéfano.

¿Qué recuerdos tiene de aquella primera temporada culminada con el ascenso?

Mira, yo gané muchísimos títulos: Copa Libertadores, Copa Intercontinental, Copa América con la selección uruguaya, cinco ligas con el Peñarol... y sin embargo el año más feliz de mi vida fue el del Valencia en Segunda, con Alfredo y aquellos compañeros. Al principio, el ambiente era raro porque la gente no se animaba, por el mazazo de estar en Segunda. Pero a mitad de temporada ya teníamos el estadio lleno, con recaudaciones superiores a equipos de Primera. Era algo impresionante. Conseguimos reenganchar a la gente mayor y enganchar a los jóvenes. El c0mpromiso era tan grande...

¿Era usted el líder de aquel equipo?

Bueno, había mucha gente joven. Alfredo tenía una forma muy especial de entrenar. A nosotros nos dio toda la responsabilidad. Nos dijo: «Yo les entreno, les doy consejo, pero jueguen ustedes y suban al equipo». Te daba una libertad tremenda. Ahí es donde yo tenía el peso, porque igual le decía que a mí me dejara «correrlos» atrás y que el resto se dedicara a tocar. «Arréglense como puedan. ¿O ustedes se creen que a mí me decían donde me tenía que poner?», respondía él.

Bossio era un «6» a la vieja usanza...

Si, un volante tapón. Se trataba de que a los centrales no les llegasen los medios con la pelota fácil. Nosotros teníamos un equipo con las figuras repartidas y al sentirse todo el mundo importante, era un estructura muy fuerte.

De nuevo en Primera, su imagen en el Camp Nou (0-1, gol de Arroyo) con una venda en la cabeza y sangre en la camiseta quedó grabada en la memoria de aquellas generaciones...

Defendiendo un córner, me pegaron un codazo en la ceja, era lo normal. Hay una anécdota graciosísima. Me sacaron a la banda y me dijo el masajista Paco Reig : «Te tengo que poner grapas». Y empezó a poner una detrás de otra. Alfredo había preparado a Torres para el cambio, pero le grité que no, que yo estaba para jugar. Aguantamos el 0-1. Entonces viajábamos sin médico y al final del partido me dijo Paco que me fuese al vestuario del Barça a que me revisaran la herida. Llegué allí, el médico me tumbó en la camilla, me miró y me dijo. «Ah, muy bien, ¿quién le puso las grapas? Es que la herida la tiene aquí arriba y las grapas abajo» ¡Buff!, yo sufrí muchísimo para que me quitase las grapas. Me acordé de toda la familia de Paco. Cuando volví a mi vestuario, le dije: «¡Pero ¿qué me hiciste?» Y me respondió: «Perdona, es que no llevaba las gafas»... (se ríe a carcajadas).

Eso no es nada al lado de aquella locura en San Mamés... ¿Cómo se puede jugar 70 minutos con un ligamento roto?

Porque ¡no lo sabía! En la primera parte me metieron la «plancha», sentí un «clac» y luego como se me adormecía un poco la pierna. Pero seguí corriendo. Sólo veía que la rodilla se me trastabillaba. En el descanso le dije al doctor Arregui, que ya viajaba, que me notaba rara la pierna, pero estaba cosiendo a Quique y ya no dio tiempo de mirarme, así que volví al campo, hasta que me cambiaron. Me salvó que el partido fue en Bilbao, con el campo mojado, y las paradas y las arrancadas no eran tan bruscas. Si llega a ser en Sevilla, por ejemplo, me destrozo la rodilla. Luego estuve tres meses de baja porque estaba roto el ligamento lateral externo.

Usted no medía las consecuencias del choque...

Yo no sé si por la tradición del «5» de antes, como Obdulio Varela o de los grandes de Peñarol. Veías una foto de esa gente y te daban un respeto tan grande. Yo lo tenía metido en la cabeza: el que juega detrás tiene que partirse la cara, como se dice aquí. Lo que pasa es que esa posición la cambió Cruyff y empezó a meter a gente técnica, como Milla, luego Guardiola. Prácticamente aquel perfil ha desaparecido, aunque yo pienso que el «6» destructivo sigue siendo importantísimo. Mira a Albelda. Yo sigo confiando en ese tipo de jugadores. Cinco de mis primeros entrenadores fueron campeones del mundo en el 50, en en el «maracanazo». Ellos me enseñaron a defender la camiseta con ese temperamento. Uno de ellos me decía: «Uno de los dos, o el jugador o la pelota, se tiene que quedar».

¿Alguna vez le dijeron que era un futbolista violento?

Yo jugaba al límite del reglamento, pero no era violento. Yo veía si el árbitro me permitía o no, me lo intentaba ganar. Lo que a mi me da vergüenza es ver a los jugadores que se tiran al suelo y se revuelcan. A mí me dan ganas de irme del estadio. Los que inventaron eso fueron Buyo y Futre en aquel famoso derbi Atlético-Real Madrid y a partir de ahí se creó un vicio muy feo.

Lo que está claro es que usted se hacía de respetar...

Tengo muchas anécdotas, muchísimas. Hay una con Bakero, cuando él jugaba en el Barça. Jugando un partido en Mestalla (temporada 90-91, 2-2), íbamos ganando 1-0, en uno de eso partidos con mucha agua, que había que levantar el balón y tirarlo para adelante. En una jugada me levantó el pie y me entró muy mal, para hacer daño. Le llamé la atención, pero a los 10 minutos pasó otra vez y me dijo que se había resbalado. A la tercera entrada le dije: «Hasta aquí hemos llegado». No tuve la ocasión de devolvérsela, pero yo no me olvidé. A la siguiente temporada, cuando fuimos al Camp Nou al principio de Liga, le esperé y cuando se adelantó un balón le dí. Lo sacaron en camilla. Recuerdo su imagen en el aire. Cuando estaba tirado en la hierba le dije: «¿Qué, te acordás de cuando yo estaba en el suelo la temporada pasada? Te dije que no me iba a olvidar». Al cabo de los años, un día subo en un avión y va y me lo encuentro a él y a otros técnicos del Barcelona: «Cuidado, quitad las piernas que este va para el fondo y te las parte´» dijo bromeando.

¿Con qué futbolistas del Valencia se entendía usted mejor en el campo?

Con Arias a nivel defensivo y con Subirats en el ofensivo. Yo a Ricardo le decía: «Háblame. Tenés que ser mis ojos». El me hablaba muchísimo y me venía fenomenal. Nos entendíamos como si nos conociésemos de siempre. Y a «Subi» le decía que se acercara a 20 metros para darle el balón, que yo a 40 no sabía colocarlo. Con los dos tenía mucha comunicación.

Curiosamente, con su paisano Víctor Espárrago no se llevó tan bien como con Di Stéfano...

Víctor era una persona muy especial. Él quería demostrar que en ningún momento me regalaba nada. No había un enfrentamiento, pero si una medición constante de «ten cuidado y no te pases». Quería que no pensásemos que era Di Stéfano. Era escuchar y obedecer.

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