Cuando Salvador González, Voro, de 53 años, tomó las riendas del Valencia, el martes pasado, se encontró un vestuario aterrorizado. Las cuatro derrotas consecutivas habían minado la confianza de los jugadores, incapaces de dar dos pases seguidos. La misión del entrenador interino era quitarles el miedo de encima y recuperar, a partir de una victoria agónica ante el Alavés, la autoestima pisoteada de los futbolistas.

El juego ante los hombres de Pellegrino fue deficiente, pero el triunfo liberó la mente de unos jugadores atrapados por un exceso de responsabilidad. Nani, por ejemplo. El campeón de Europa portugués, tiritando frente al Alavés, se erigió ayer en Butarque como el excelente atacante que es después de marcar el empate tras un choque de Rodrigo contra el meta Serante. Habilidoso, potente y listo para explotar las debilidades del rival, Nani pudo por fin dar esa espectacular voltereta con la que celebra sus goles.

En el control del partido le acompañó la templanza de Parejo, otro aliviado tras el penalti agónico transformado frente al Alavés. Fueron los dos mejores de un Valencia que fue sumando efectivos para la causa: Mario Suárez, muy nervioso al principio, fallando pases sencillos, marcó al desviar a gol un disparo de Nani y se sintió otra vez un mediocentro de entidad, sin alardes pero efectivo.

Así ha sido el equipo de Voro en estos dos partidos. El entrenador de L' Alcúdia se ha adaptado a las características de los jugadores: el conjunto ha perdido pases y posesión y ha ganado solvencia en las áreas. En la contraria, ha aprovechado los errores del rival (ayer una cesión al portero que cazó con la puntera Rodrigo antes de chocar con el meta Serante y dejar la pelota muerta a los pies de Nani) y, en la propia, ha reducido los propios a partir de descargar a los centrales, Aderlán Santos y Mangala, de la responsabilidad de sacar el balón jugado. Puesto que ni los centrales ni el mediocentro (Mario Suárez) son virtuosos de la pelota, mejor tratarla sin contemplaciones.

La fragilidad valencianista en el juego aéreo defensivo, en cualquier caso, quedó otra vez patente en Butarque. Marcó Szymanowski al segundo palo, despistado el lateral Montoya justo cuando la zaga valencianista no contaba con el central Mangala, atendido en la banda por un balonazo de Diego Alves. El portero brasileño había salido tarde al borde del área a una pelota dividida y pateó el cuero contra la cabeza del zaguero francés. El centro de Omar, a pie cambiado desde la derecha, hurgó en una defensa descompuesta por la momentánea atención a Mangala.

Horror en el juego aéreo

A Alves le cuesta demasiado abandonar la raya de gol, donde se siente el mejor (y lo es), pero crea indefensión entre los zagueros. Como en la otra acción en la que erró el despeje de puños y arrolló al delantero, el penalti que después desvió a tiro también de Szymanowski. Ante los 11 metros, no hay portero de la astucia, la fortaleza y la calidad de Alves. Fuera debe mejorar. El Valencia ya ha encajado cinco goles de cabeza en los seis partidos de Liga: dos del Las Palmas, uno del Athletic, otro del Alavés y el de ayer de Szymanowski.

Hay quien podrían pensar que la suerte ha acompañado a Voro, pero cuando uno gana ocho de 10 partidos hay mucho más. Hay picardía para darle los últimos 15 minutos a un un extremo tan explosivo como Bakkali ante el Alavés, hay inteligencia táctica para ubicar ayer a Cancelo en lugar de Munir y tener más recorrido por la banda derecha; y hay oficio para desdramatizar las tensiones y no darse demasiada importancia a uno mismo, tirando de ironía: como cuando, ayer, entrevistado en Onda Cero, se le recordó a Voro el exitoso registro en sus cuatro etapas al frente del Valencia: «Solo he perdido un partido por poquito (en alusión al 6-0 del Barça en Liga la temporada 2007-08».

Voro ya es un mito

Aunque Voro es al antidivo y conoce la crueldad y la volatibilidad del fútbol (sufrió como técnico el descenso del Mestalla y perdió la Liga como jugador del Dépor en el último minuto de la Liga 93-94), ya es un mito del valencianismo, siempre dispuesto para sacar al equipo de los peores atolladeros, siempre dispuesto a desarrollar la revolución tranquila.