Ni dos minutos tardaron en el bar Carrasco, en el barrio donostiarra de Altza, en disparar los dos chupinazos con los que se anuncia cada gol de la Real Sociedad. La tradición, creada por hace décadas por el aficionado Patxi Alkorta, y olvidada durante algunos años, se remonta al viejo campo de Atocha. Con la idea de informar de la evolución de los partidos de su equipo a los marineros que faenaban en el Cantábrico, cada tanto realista se indicaba con dos cohetes, y solo uno si el gol era rival. Todavía sonarían cuatro cohetes más en contra.

En todo caso, la costumbre tenía otra lectura: la de la triste confirmación que este Valencia no está para echar cohetes. Durante muchos minutos en la primera mitad, hasta el gol de Parejo de penalti que parecía reactivar las opciones visitantes, el Valencia vagaba como alma en pena por el césped de Anoeta. No solo era inferior a la Real, más metida en todos los detalles del juego, la preocupación más honda provenía por la imagen que se daba, el aspecto que hizo enfurecer a Cesare Prandelli el viernes. El Valencia acumulaba errores en saques de banda, realizaba alguna entrada peligrosa a destiempo, malgastaba jugadas con gestos técnicos individuales de cara a la galería que acaban dando el balón al rival, y se repitió hasta el clásico despeje al aire, más karateca que futbolístico, de Aderlán Santos... Solo en la segunda parte sacaría pecho.

El estado anímico era tan bajo, sobre todo tras el segundo gol, que la comunicación entre jugadores era nula. Ni para animarse entre compañeros, ni siquiera corregir posiciones o protestar al árbitro. A Prandelli se le acumulaba la faena. El técnico italiano hasta tuvo que salvar una entrada de Oiarzábal, que porfiaba por un balón en la banda. A la media hora sacó a Santi Mina, castigando a Fede Cartabia, perdido todo el curso en la irrelevancia absoluta. A los 15 segundos el gallego provocó el penalti (muy protestado por Anoeta), con el que se reducían diferencias. Era la ocasión perfecta para comprobar qué quedaba de orgullo y amor propio en el Valencia. Se sumaron factores emocionales para seguir creyendo, como el nuevo penalti detenido por Diego Alves. Pero ni con este acicate, ni con la acumulación de tres delanteros, parecía peligrar la renta blanquiazul. Desde uno de los sectores de animación de Anoeta se empezó a corear, sin ser seguido por el resto de la sabia grada, el cántico de «A Segunda», un grito que empieza a ponerse de moda en los estadios, pisoteando 97 años de grandeza.

Prandelli fue finalmente fiel a sus principios de apostar por la gente joven y se la jugó con Carlos Soler, la gran esperanza blanquinegra, que al fin pudo debutar. «Para arriba, para arriba», señalaba con el brazo el chaval. Había tiempo para pensar que se rescataría el punto aquel del empate de Mendieta en el 97 en esa misma casa, el punto en el que todo empezó, pero la expulsión de Cancelo y el gol de Juanmi enterraron toda esperanza. El «fuori» de Prandelli fue un latigazo, un «trending topic», con efecto boomerang y el gol de Bakkali, un chupinazo triste.