El fenómeno ultra nace en Italia a finales de los 60, bautizado por un periodista turinés en la crónica de un Torino-Lanerossi Vicenza. A diferencia del fútbol inglés, que mantenía una tradición vocal y melódica, las gradas italianas inventan el tifo y aumentan la resonancia con banderas y tambores. Los nombres de los grupos de animación empiezan a destilar más agresividad con la creación de la «Fossa dei Leoni» del Milan. Empiezan así los desplazamientos en masa fuera de casa de hasta 10.000 «tifosi». De ese eco nacen los «Boys» del Inter, o los «Ultrà» de la Sampdoria. Es una época de contestación estudiantil, de boom urbanístico, de terrorismo con las Brigadas Rojas, de la aparición de la heroína.

El fútbol, expresión popular, asimila en la grada esa drástica mutación de una sociedad en crisis de identidad. Los jugadores son por primera vistos como gladiadores y mercenarios. Los partidos, en cualquier categoría, pasan a jugarse con una hostilidad ambiental considerable.

En los años 80 irrumpió con fuerza el fenómeno «hooligan», larvado desde el desencanto generacional resultante del paro juvenil en la crisis industrial británica de mediados de década. Su máxima expresión llegó con la tragedia de Heysel, en la final de la Copa de Europa de 1985, cuando 39 aficionados de la Juventus murieron en una avalancha provocada por radicales del Liverpool. Con otra tragedia, la de Hillsborough, en la que fallecieron 96 hinchas del Liverpool por un pésimo operativo de seguridad, empujó a un cambio de formato en 1992 con la Premier, un modelo de éxito deportivo y paz en las gradas.