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Semifinal de la Copa del Rey

Equipo de corazón desbocado

Mestalla premia la honestidad de un Valencia que no desfallece en su filosofía de juego ni en su entrega pese a la derrota

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Semifinal de la Copa del Rey: Valencia - Barcelona

El Valencia no despreció ninguno de los 90 minutos de la vuelta copera contra el Barcelona. A los diez segundos, Simone Zaza cometía la primera falta. Jordi Alba, la víctima, miraba incrédulo desde el suelo, agarrándose el tobillo. Era la primera muestra del tremendo despliegue emocional con el que el Valencia se iba a tomar el partido. Frío y calculador en su disposición táctica, y con los dientes apretados para presionar y lanzar contragolpes. La afición, que respondió, pese al empastre de la venta de entradas, entendió de primeras en qué consistía el ejercicio de resistencia que propuso Marcelino en su rueda de prensa en la previa.

Esa solidaridad colectiva entre equipo y grada mantenía vivo al Valencia, con ejemplos que llegaron a erizar la piel como el Francis Coquelin. El francés, recién llegado, reúne un pundonor y una polivalencia táctica que lo convierten en imprescindible, y que le permiten llegar a balones imposibles. Suyo fue el primer disparo, en el minuto 5, en una jugada iniciada por Rodrigo, cuya libertad de movimientos entre líneas tardó en ser cerrada por el Barcelona. El delantero hispano-brasileño cargaba más la intensidad ambiental del encuentro con su cabezazo al larguero en el 13.

La velada no daba tregua. El Valencia estaba retando a un Barcelona que jugaba en su versión excelsa. No hay jugador en el mundo como Leo Messi. El debate sobre si es el mejor de la historia (y quien esto escribe era niño en el verano maradoniano del 86) es justo. El astro jugaba con un garbo y swing, con más aceleraciones y conducciones largas que las que habitúa últimamente su juego, que se ha vuelto pausado con los años, como los «dieces» clásicos. Se le veía decidido a resolver pronto la papeleta, a apagar la caldera de Mestalla, pero el Valencia contrarrestó con firmeza. Aunque fuera quitándole literalmente la camiseta, como hizo en un duelo su compatriota Garay.

Jaume calentó los guantes volando para desviar el primer golpe franco del genio rosarino. Probablemente le contagió de energía Timo Hildebrand, aquel portero alemán de breve pero recordado paso por sus milagrosas paradas en la semifinal copera de 2008 contra el Barça. Su invitación al palco era un acto superstición pura.

Con sus virtudes, más escasas y limitadas que las de su cualificado rival, el Valencia plantaba cara. Zaza, con la adrenalina disparada, generaba espacios con controles orientados y pedía clemencia a los árbitros, poco comprensivos con sus cargas impetuosas. Rodrigo y Kondogbia tenían las últimas, antes del descanso.

La misma honestidad

El gol de Coutinho en el 48 no rebajó apenas la tensión ambiental, por mucho que la remontada se convirtiese en una quimera. Marcelino introdujo a Soler y Guedes. Por mucho que la eliminatoria pendiese de un milagro, el Valencia siguió siendo el equipo honesto que ha educado su entrenador. Generoso en el esfuerzo, aplicado en la pizarra. Acumuló córners, tuvo ocasiones, como las de Guedes y Vietto. O la de Gayà que Cillesen sacó a bocajarro, con reflejos de balonmano. El Valencia no dejó de correr y de defender los ataques, esta vez con más espacios, del rival. Siguió siendo fiel a los principios que le han llevado a recuperar una identidad. Hasta con el 0-2 de Rakitic. Por eso este Valencia, que lleva seis derrotas seguidas, ha rescatado el favor de la grada. Porque vuelve a ser un equipo que regala noches de corazón desbocado.

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