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La lluvia con la que empezó

Dice el aforismo que la juventud se disipa conforme los futbolistas a los que admiras van teniendo menos años que tú. Leyendo el otro día a Carlos Soler, en Panenka, refiriéndose a que su primer gran partido iniciático como aficionado fue contra el Sevilla de Europa League (¿pero eso no era justo anteayer?), directamente la arrogancia de la juventud se marcha por el sumidero.

Para mi generación, los que formamos el gusto en los noventa y nacimos con el Valencia en el trance entre la Segunda y la Primera (claro, cómo no vamos a gozar de la virtud del aguante), el inicio, de imaginar un hito con el que jalonar la militancia, debió ser el 24 de junio del 95, cuando en Madrid Sabina compuso una estrofa que decía «en mi país la lluvia no sabe llover» pero pronto se dio cuenta que ya existía.

En ese 95 los de mi especie lo aprendimos casi todo y, como un dolor de rodilla, vuelve y vuelve cada vez que el cielo descarga. Como si fuera uno de esos episodios tribales que nunca han existido pero que las generaciones heredan para recordarse que si el cielo se confabula pedregoso, nosotros siempre tenemos las de perder.

El viernes me pillé parafraseando a Picornell, cuyo haiku certero sobre el «esclafit» vale más que eternas monsergas de cantautor. Picornell fue aquella noche el Kapuscinski de unos niños que no sabíamos quién era Kapuscinski. La retransmisión entre el cableado y las piernas hanegadas fue nuestro Apolo 13. Con el alma en vilo presagiando el drama. Llegaría, claro, tres días después.

En ese momento todavía desconocíamos que todo formaba parte de un complot deportivista (ellos, enseñados a susurrar al cielo), porque por entonces estábamos contagiados por la plasticidad de una falta que Mijatovic había convertido en gol, disponiendo con el balón y el agua una cala. El fondo tras la portería se descolgó. El Valencia, tras ir perdiendo el partido, encabezaba una ofensiva que ya solo podría detenerse lanzando granizo a mala fe.

García-Aranda detuvo la fiesta y comenzó a perderse. A Coruña ganó la batalla moral por el penaltazo de Djukic. Con la buena ventura de aquella noche en Madrid debieron haber saciado definitivamente sus deseos de venganza.

A los niños del 95 cuando llueve fuerte nos duele esta rodilla.

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