No es una proclama tribunera, ni una concesión demagógica, ahora que los vientos son contrarios. El Valencia está aquejado de una profunda nostalgia de Simone Zaza. Negado de cara al gol y plano en la generación del fútbol atacante, ante el Leganés los blanquinegros abusaron de los centros laterales para camuflar su deficiencia en el juego posicional y elevaron al central Dimitrios Siovas, con once despejes y un 70% de duelos ganados por alto, en un héroe de la mitología helena.

A Zaza se le echa de menos por los goles (es tan obvio), pero también por todos los intangibles que desprendía un futbolista como el de Metaponto, y que se hacen palpables en una crisis como la actual. Aparte de la facilidad rematadora y la creación de oportunidades con el desgaste constante a los zagueros rivales, Zaza generaba un carisma que contagiaba a sus compañeros y al propio estadio, y que resultaban todo un salvavidas en partidos plomizos como el de ayer. No hay empuje y la diferencia técnica del aporte de Batshuayi resulta de momento irrelevante.

La salida del delantero hacia el Torino fue resuelta de forma precipitada y con la diferencia de precio más devaluada respecto a su caché en relación con el resto del mercado europeo (12 millones con un valor teórico de 25, acorde con el observatorio CIES). Zaza tenía el fervoroso favor del público pero también el del vestuario, al llevarse bien con todas las “familias” del equipo y ser un factor capital de cohesión interna. De hecho, los jugadores Probablemente pagó el peaje de su tormentosa relación con Marcelino. Episodios como la fricción que entrenador y jugador mantuvieron en el derbi contra el Levante UD en 2017 no fueron aislados, aunque no siempre repercutiesen en público. El argumento técnico de que Zaza era un delantero sin capacidad para atacar el espacio, que frenaba la evolución hacia la contra y la velocidad del Klopp Style, se desdibuja con el paso del tiempo y emerge en otra realidad, la de la pretensión de Marcelino de disponer de un vestuario calmado, que no se aparte del recto camino que, en su opinión, más cerca esté del éxito. Se echa de menos a Zaza, y también los goles de Alcácer en Dortmund tienen un regusto a vieja venganza kármica, pero ese es otro debate.

Sin Zaza, esa chispa diferencial capaz de cambiar el signo emocional de un partido reside en los chicos de la cantera. En Gayà, que marcó un gol desesperado y, tras el pitido final, cayó cosido por las molestias que arrastra desde hace semanas en el abductor. Y luego está Carlos Soler, que llegó a jugar hasta en cuatro posiciones (extremo derecho, extremo izquierdo, mediocentro y lateral derecho en los minutos que tardó Wass en cerciorarse de que la demarcación era la suya). El pantalón blanco del centrocampista acabó de color verde, de tanto tackle en defensa en acciones en las que acababa llegando a posiciones de remate. En un momento en el que el vestuario está pasándolo mal, preñado de ansiedad, Gayà y Soler muestran la única vía hacia la redención.

«Pobrecito Jaume Ortí»

«Pobrecito Jaume. Que Dios lo tenga en su gloria». Camino de la sala de prensa, Mauricio Pellegrino frenó el paso cuando se encontró con el abanico desplegado que inmortalizara Jaume Ortí, en los tiempos felices del doblete. Unos años y unos triunfos en los que el técnico argentino fue partícipe, formando parte de aquel muro de hormigón defensivo. Pellegrino junto las manos en posición de rezo, algo emocionado, mientras daba un vistazo a la colección de portadas históricas que el club tiene en la estancia que enlaza con la sala de prensa. En el interior esperaban los periodistas, pero Pellegrino quiso concederse una pausa en el estadio en el que pasó «años maravillosos». «Mirá qué pelo tenía», susurró al verse, con media melena al viento, en la primera plana de Levante-EMV, en los festejos de la Liga y la UEFA. Sin duda había empatado en el estadio en el que más le dolerá pescar puntos. La historia le aguardará algún episodio blanquinegro futuro más al Flaco, uno de esos tipos discretos y abnegados imprescindibles en todo club.