En cada triunfo balsámico del Valencia en esta temporada, en Anoeta, en Getafe o con el zurdazo desesperado de Piccini contra un Huesca colista y perdonando a la contra, los tres puntos se interpretaron como el punto de inflexión que haría desbloquear toda la parálisis nerviosa que impedía a los blanquinegros fluir conforme a su potencial real. El mensaje sonaba verídico, porque Marcelino ha insistido una y otra vez que los problemas se reducían a detalles como la falta de puntería y la ausencia de confianza en la plantilla. No había noticias de defectos estructurales, siempre aparecía una coartada que hacía más digerible la realidad, mientras el calendario avanzaba entre una sucesión de empates. Se caminaba por el desierto arrastrando los pies, pero todo conducía a los caprichos tecnológicos del VAR, a las ocasiones desperdiciadas.

Todo era ilusorio y de nuevo ayer brotaron justificaciones variadas, que hablaban de un césped helado, de un rival extraordinariamente efectivo y de un segundo gol rival con el tiempo extra cumplido. Pero el Valencia murió en Mendizorrotza con un dibujo de tres centrales (improductivo desde el 2-1) y de nuevo con solo dos sustituciones realizadas, una señal amarga de resignación desde un banquillo que afea la histeria ambiental que aparece en Mestalla por parte de un entorno supuestamente absorbido por la negatividad, cuando el derroche de paciencia no ha tenido precedentes en cien años.

Marcelino reúne un perfil idóneo para levantar proyectos. Su creencia, rayana en el dogma, en una manera de ver el fútbol, en su 4-4-2, cayó como una bendición en Mestalla. Se venía de años de caos, con comentaristas deportivos británicos metidos a entrenadores, con fichajes frívolos y tentaciones de descenso. Marcelino supuso orden e identidad, la felicidad de reencontrarse con la normalidad perdida, con una alineación que se pudiese recitar de memoria. Por fin un club sin estridencias.

La concentración de poder en el técnico asturiano fue cómoda, tras la ausencia de referentes definidos heredada de la desnaturalización del proceso de venta. Pero el riesgo crecía invisible. Con el molde válido, el reto de esta temporada era evolucionar a la altura de las expectativas marcadas por la efeméride del Centenario. El trabajo, el gusto obsesivo por el detalle son los mismos que la temporada pasada, pero el pretendido orden cartesiano hace palidecer a un equipo cada vez más previsible, que se consume en la ternura de carácter de un bloque del que se podaron picos temperamentales como el de Simone Zaza porque desafiaban la autoridad del entrenador.

Marcelino suele avisar en rueda de prensa de los efectos nocivos de un cambio de entrenador. Esa alerta es más evidente aún en el Valencia, club cuyos estamentos ha decorado el técnico a su gusto, hasta el punto de externalizar los servicios médicos. Aceptando esa realidad, es más que nunca el momento del entrenador. Es el momento de agitar el árbol, de improvisar, de atreverse. El valencianismo mira a Kang In Lee en el frío banquillo de Mendizorrotza, con un 2-1 inmutable, y vuelve a añorar algo de caos, por favor.