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La contracrónica

Resistir y trascender en Mestalla

El estadio y el equipo, bajo una sola piel, sellan el pase a una final que cierra una travesía por el desierto de once años

La afición llenó las calles para celebrar el triunfo. j. m. lópez/SD

«A la nómina de afiliados se apunta cualquiera, en la fe hay que estar bautizados», escribía en 2002, con motivo de la conquista valencianista de la Liga, José Vicente Aleixandre, maestro de maestro de periodistas. A los clásicos, como el Nano, siempre hay que volver, porque sus verdades resisten y trascienden, y nos ayudan a entender, por ejemplo, todo lo que se cocía anoche en el volcán de Mestalla. Toda una generación de aficionados, la que alumbró el doblete, se medía al último tramo de su particular travesía por el desierto, la segunda más larga de la historia sin saborear una final. Los más veteranos reconocían la particularidad de la velada en la aceleración del pulso, como en 1967, 1979 o 1999.

Pólvora, cánticos y bengalas recibieron al autobús del equipo para escenificar una unión visceral, de aficionados y jugadores, bajo una misma y sola piel. En noches así los roles se confunden y Jaume cuando saltó a calentar, a las 20:28 horas, más que ejercitarse, saltaba, aplaudía y gritaba compasado con los ánimos que recibía. Era un seguidor más. En el minuto 8, cuando Joaquín probó el primer disparo, el de Almenara blocó y se lanzó al suelo, queriendo alargar el momento, notando el contacto del balón entre guantes y pecho. Esta vez no te has escapado querida amiga, parecía decirle, como reprochándole aquel disparo de Jorge Molina en la misma portería, en aquella noche que la ciudad enloqueció.

Qué noche. El canto a cappella del himno regional, un You'll never walk alone que no supimos ver, el imponente tifo, el minuto de aplausos y la pancarta en honor al artilheiro Waldo Machado Da Silva que recordaba que anoche había que pasar, pero que la vocación es continental, infinita. La puesta en escena había sido tan atronadora que desencadenó un temor: el riesgo de morir por exceso emocional. No sabía controlar el Valencia ese fuego, danzar en torno a él. El Betis, rítmico y atrevido, fue superior en la primera parte y se acercó en varias ocasiones al gol contra un rival aquejado de vértigo o ternura. En esos momentos, la hinchada rompía el insoportable silencio que inducían las posesiones largas del Betis para cantar y corear incluso estribillos de los años 90, como una manera de recordar que la noche remitía a otras, y que si no iba a marcar Guedes quién sabe si podían hacerlo Fernando o Lubo.

Nunca decayó el ánimo, porque la importancia de la fe estaba en haber resistido once años antes que 60 minutos, antes de disfrutar del zarpazo de Rodrigo recompuso la noche y resituó la historia. No iba a consentir Mestalla que la clasificación para la final se escapase. Ya no hubo un momento de silencio en el estadio, originando la energía que rescataba fuerzas para nuevas contras, para desviar un cabezazo de Mandi o para que Ayala entrase en el cuerpo de Roncaglia y despejase con fiereza cada desesperado intento rival.

La fiesta acabó de madrugada, con los jugadores en el balcón, ya metidos en el día 1 de marzo, con una nueva hornada blanquinegra tan ufana y tan joven como la pandilla de los Milego y Medina, cuando rubricaron hace justo hoy cien años, en la horchatería Torino, el acta de constitución del Valencia Football Club, bronco, copero y de nuevo flamante finalista.

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