Pequeñas escandaleras, amasijos de polémica. Resulta que al Valencia le ocurren cosas al margen del Valencia. Como que, demonios, haya una canción no patrocinada por el club que acabe teniendo más alcance que la propia. «Esto solo nos puede pasar a nosotros», leo en esa obsesión machacona por singularizarnos a través del azote. Psh.
¿Pero es que no es si no esto lo más saludable para un club? Es simbólico de hasta qué punto las aportaciones más representativas no dependen solo del oficialismo. El Centenario lo está poniendo de manifiesto. Una canción, un partido, cualquier cosa. Es un buen síntoma. Habla del caparazón en torno a la marca VCF. Dibuja una especie de matrioshka con la que, conforme vas quitándole capas al Valencia, siguen quedando elementos que mantienen la figura.
Me dan repelús los clubes tan verticales que generan sociedades adormecidas incapaces de actuar si no es bajo el mandato único. Evidentemente el Valencia podría estar haciendo mucho más -un Centenario requiere años de anticipación, solo que desde hace años la única anticipación pasaba por salvar la propia existencia-, pero la suma de aportaciones, espontáneas, asilvestradas, ha provocado que el club sea sin necesidad de estar.
«Mientras no quiten del escudo la palabra 'club' y nos demos cuenta que ya no lo somos, no nos irá bien», me lanzó esta semana uno de los socios mejores que tiene el club. Un recordatorio sobre esa cierta falsedad de recaer en lo que uno (ya) no es. Cada vez más empresa, cada vez lejano, cada vez menos club.
Me provocó la duda. En cambio creo que es justo la dualidad esquizofrénica en la que viven la mayoría de entidades la que nos salva. Es recubrir a las sociedades anónimas, remotas y de propiedad blindada, bajo el manto de la masa y el proyecto que va de generación en generación. Ese desbarajuste genera una realidad paralela: ¿finalmente quién es el club?, ¿la empresa que poseen unos accionistas o el engranaje social que la circunda? Disculpen el atrevimiento: ¿el Valencia es aquello o esto otro?
