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Banderas de nuestros abuelos

Las leyendas, con el suecano Mañó al frente, intercambian su gratitud con Mestalla, en una jornada que supera a todo título

Banderas de nuestros abuelos

«¿Cuántas veces destrozamos al Barcelona en este campo, con esas carreras, eh Piojo?». Santiago Cañizares y Claudio López, a pie de campo, en un Mestalla soleado, repasaban hazañas y cicatrices. Parecían Babe Ruth y Joe Di Maggio, sentados en un banquito en Central Park, recordando como ajusticiaban con los Yankees a los Red Sox de Boston. Amedeo Carboni, acercándose a los 54 años (¿pero no se retiró anteayer?) no recordaba «que la banda fuese tan larga». «Todo lo que hemos vivido, sufrido y disfrutado no hubiese sido posible sin el apoyo de esta afición», añadía el eterno lateral toscano. El grito de «¡¡Kily, Kily!!» volvía a sonar como una conjura tribal y Claudio Ranieri saludaba desde las idénticas coordenadas del césped en las que, en 1999, se despedía por primera vez del valencianismo tras liderar la conquista de la Cartuja. La emoción ayer en los ojos del «general romano» era la misma que entonces. «Me quedo, más que con aquel título, con la felicidad de que iniciamos una idea».

Aquella Copa del Rey del 99 ha envejecido como un título de culto. Por la belleza implacable de la goleada frente al Atlético (3-0), por ser el pistoletazo de los mejores años de nuestras vidas. Muchos de los exjugadores recordaban el trofeo con un cariño especial, distinto, como sucedió también con la Liga del 71 y con la Copa del 54, con aquel 3-0 al Barça. Uno de los supervivientes de aquella proeza, Daniel Mañó, «Manyonet», integrante de la generación de suecanos que alimentó de espiritualidad a Mestalla junto a Puchades y Sendra, fue el primero en tomar asiento para la foto de familia. Por un momento, mientras se esperaba el ingreso del resto de leyendas, a sus 87 años, el extremo diestro contemplaba el estadio como su compañero Quique veía Chamartín, subido al larguero. Su abrazo con Roberto Gil, con quien se apoderaría de Europa en los primeros 60, condensaba la esencia de aquel Valencia formado por canteranos, hombres de club, rectos y callados. Siguen sosteniendo hoy, con discreción y sin solemnidad, la bandera de nuestros abuelos. Se fueron añadiendo el resto de mitos e ídolos, hasta dos centenares, en una foto de conmovedora nostalgia que mostraba que, en cien años, también son naturales las heridas. Pedja Mijatovic aguantó con entereza los silbidos cuando su imagen apareció por los videomarcadores.

Resulta imposible condensar todas las emociones abrumadoras vividas en Mestalla. La presencia de los descendientes de los fundadores; de Merchina Peris, Cristina Pérez «Pasieguito» y de los nietos de los primeros jugadores, los de los polvorientos años 20 en los que se fundó Mestalla. La entrada de Mario Alberto Kempes con la bandera del Centenario, junto a Dani Parejo, Jaume Doménech y Omar Galiana, el jugador más joven de la escuela. Su carrera decidida hacia el marco rival en el saque de honor es uno de esos granitos de arena que perdurará en la memoria. Habrá que dejar escrito, para que sea exhumado en el Bicentenario, que el gran líbero Ricardo Arias jugó un cuarto de hora y en su retirada besó el césped que con tanta clase defendió, para a continuación quitarse la camiseta y mostrar la senyera de la Copa del 79. Javier Subirats, con 62 años, rescató del baúl de los recuerdos su diestra de seda. Torero, le llamaban.

Jugadores como Albelda, Marchena, Kily y Angulo, educados para ganar, no entienden de amistosos y se entregaron con un gran derroche de fuerzas, metiendo la pierna si era necesario, porque los campeones son siempre jóvenes e invencibles. Vicente destiló clase, se refrescó el cántico de «Fernando es un maestro», el Piojo recuperaba su peculiar esprint, con la cabeza gacha...

El final del partido dejó el momento imborrable de un estadio iluminado con los teléfonos móviles y los protagonistas recreando la vuelta de honor, entre lágrimas. Ni las Champions que se negaron en París y Milán igualan esa escena de gratitud compartida. Unos y otros aplaudían. Por un lado los viejos ídolos, por otro los aficionados que se enfundaron camisetas de dorsales olvidados y con las que se fotografiaban con sus hijos. Mestalla, en ese justo instante, estaba precioso, con la bruma de la pólvora disipándose. No hay otro estadio igual. Logremos que la casa del murciélago llegue también a ser centenaria, en 2023.

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