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Un mes soñado durante una década

Mestalla y el Valencia comienzan a emitir señales de agotamiento cuando quedan por delante treinta días para la historia

Un mes soñado durante una década

Mestalla no pudo, ni con el pegajoso entramado organizativo del Eibar, ni con la luz cegadora del mediodía. El equipo de Mendilibar, un técnico que aborrece a esos colegas que llenan el campo de entrenamiento de conos, muñecos y vallas «como si fuese un aeropuerto», acabó llevándose el triunfo casi de rebote, mientras los suyos perdían tiempo a la hora de lanzar saques de esquina y parecía que a nadie le apeteciese protestar por ello.

Un síntoma, tal vez, del decaímiento físico y mental de un Valencia con 54 partidos oficiales a sus espaldas y que lleva instalado en el límite emocional desde el gol de Piccini al Huesca, antes de Navidades. Remontadas, victorias en el descuento, el voltaje sentimental del Centenario... Público y jugadores se retiraron exhaustos, casi enarbolando la bandera blanca de rendición. Se masticaba resignación en el campo de la vieja acequia.

Y, sin embargo, queda por delante el mejor mes posible, el más ansiado después de una década de colapso que ha desafiado la supervivencia de la institución. Un nuevo estadio varado como una ballena anciana, una deuda galopante, una entidad intervenida por bancos y gobiernos, un equipo perdiendo el tren de la modernidad con una nueva propiedad singapurense proponiendo a comentaristas ingleses que hagan de entrenadores, amagos de descenso y cabezazos de M'Bia. Todo queda atrás con la expectativa de una final de Copa, una semifinal europea aristócrata contra el Arsenal con agradables precedentes (Heysel, aquella noche de fallas de Carew)... Incluso el Girona y la Real Sociedad recordaron por la tarde que vale la pena luchar por los nueve puntos que quedan en LaLiga.

El primer precedente entre el Arsenal y el Valencia, la final de la Recopa de 1980, quedó bellamente retratada por el autor «gunner» Nick Hornby en «Fiebre en las gradas» (Anagrama), en el capítulo «La vida después del fútbol». El equipo londinense, conocido entonces por su fútbol tosco de marcador corto («One nil to the Arsenal»), tres días antes de capitular en la tanda de penaltis belga, había caído en la final de Copa inglesa. Una semana que pudo ser histórica acabó abocando a los seguidores de Highbury a la melancolía: «Al final no me quedó más remedio que pensar despacio en lo que iba a hacer con mi vida, en vez de pensar a todas horas en lo que iba a hacer el entrenador del Arsenal». Es un mes que se puede recordar toda una vida. Vale la pena un empujón colectivo para evitar que acabemos evocando ciudades como Sevilla y Bakú con reflexiones existenciales.

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