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La contracrónica

Un verdugo llamado Unai

Emery personifica el cambio de tendencia histórico de un VCF antaño implacable en semifinales europeas

Gabriel Paulista perdió los nervios al final del encuentro y tuvo un encontronazo con su excompañero Maitland-Niles. EFE/ Manuel Bruque

Bakú permanecerá en el imaginario de los aficionados del Valencia con una lejana nostalgia tipo Macondo, Babilonia, Ítaca o Kamchatka. La capital azerí será ese lugar remoto, anhelado con una familiaridad literaria que, con el tiempo, nos permita evocarlo idealizado, al ser probable que jamás vayamos ya a pisarlo. El Arsenal rompió su tradicional maldición valencianista, estrenada en Heysel en 1980, con Pierre-Emerick Emiliano François Aubameyang encarnando el fantasma de verdugos pasados, como Daniel Fonseca o Edgar Schmitt.

Casi 45.000 aficionados llenaron Mestalla para asistir a un caprichoso cambio de tendencia histórico. El Valencia se educó en Europa siendo un implacable semifinalista en las primeras siete entregas, repartidas en todos los torneos continentales. El MTK de Budapest, la Roma, el Colonia, el Nantes, el Barcelona, el Leeds y el Villarreal fueron vacunados con marcadores que -salvo en el caso de los «groguets»-, habrían servido anoche para sellar el visado a Azerbaiyán. La historia cambió en 2012 con Unai Emery en el banquillo blanquinegro. El Atlético fue quién pasó a la final y, curiosamente, en las dos siguientes semifinales el Valencia ha capitulado con renovado protagonismo de Emery, en esta ocasión como técnico rival, a los mandos primero del Sevilla y luego Arsenal, sin final dramático esta vez. Es la maldición de los ex, que ya iniciara Héctor Cúper con sus visitas agónicas con el Inter.

A pesar de la poca emoción final, la convicción previa era que Mestalla podía hacer temblar al Arsenal. Este estadio ha servido de tumba a conjuntos con gusto a vivir de la aventura atacante, como lo son los «gooners», sin una estructura defensiva fuerte. Gameiro dio el primer paso, pero la balanza se acabó decantando por la autoridad individual de las áreas. Mientras que Aubameyang y Lacazette desplegaron todo su repertorio, en el Valencia el riesgo de Parejo no era suficiente sin que acompañasen Rodrigo y, sobre todo, un Guedes frustrado desde su regreso a la banda tras haber saboreado el dulce caramelo de desenvolverse como delantero.

El aficionado valencianista respetó al milímetro toda la cábala propia de una remontada. Acudir al estadio serpenteando calles, una ruta de incomprensibles arabescos con la camiseta Ford del 96 y la bufanda deshilachada, porque siempre ha dado suerte. «¿Alguien que sepa si solemos ganar con ponentà?» «El día del Leeds el partido también empezó con luz solar...». La temporada de las remontadas (tentación de la que el Valencia ha abusado) solo se puede entender desde la pasión que derrumba lógicas. La pasión de Oakley Cannonier, un recogepelotas de 14 años que en ese córner silbó a Trent Alexander-Arnold de que la defensa del Barça gravitaba lejos de Anfield. La pasión que no tuvo Steven Mortlock, seguidor de los Spurs que abandonó el Johan Cruyff Arena en el descanso, grabando su traición, con tres abajo en el global. Los pases al espacio de Kang-In Lee en la noche de Getafe. Solo con el tercer gol de los londinenses, Mestalla desestimó la expectativa de ese chispazo que avivase el fuego de la eliminatoria. Hubo ovación final, aplauso al esfuerzo. El equipo se había vaciado.

La decepción del adiós europeo debe tener enseñanzas que se apliquen a tiempo, porque quedan tres batallas en dos frentes, uno con posibilidad de título, que definirán la temporada y parte del futuro. Marcelino debe reparar el daño defensivo que padece su equipo, con 12 goles encajados en cinco partidos. Otro de los capítulos que escribió la noche fue la grieta abierta con la Curva Nord, a la que Mestalla abucheó por su inacción, y la trifulca final de Paulista, ex «gunner», con sus antiguos compañeros.

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