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Contracrónica

La importancia de los abrazos de enero

Mestalla se identifica plenamente con un Valencia que, madurado a base de reveses, puede firmar una remontada histórica

La importancia de los abrazos de enero

«A los equipos como a las personas se les mide en los momentos complicados, en cómo reaccionan ante la adversidad... hoy hemos demostrado quienes somos». Daniel Parejo Muñoz, capitán y cada vez más filósofo, resumía en un tuit cuál ha sido el espíritu de este año trepidante, sin un mínimo ápice de calma. Su abrazo a Marcelino tras marcar frente al Valladolid, en enero, salvó la continuidad del técnico y reforzó una idea, que conviene recordarla: si la entereza del equipo y de la grada no flaquean, el Valencia tiene resortes más que suficientes para salvar las adversidades que se les presenten (a veces hasta internas) para acabar presentándose, a falta de dos partidos, con la posibilidad de rubricar un Centenario histórico.

Aquel 12 de enero, el Valencia contaba con 23 puntos, empatado con el Levante UD. Los diez puntos de distancia con la cuarta plaza eran un desierto. Pero el poder de ese abrazo del capitán a su mister, y la soberanía de un Mestalla que no pidió cabezas, reforzó la posición de Mateu Alemany para acudir a Singapur con la autoridad suficiente para reivindicar una oportunidad extra a este proyecto tan honesto.

La visita del Alavés fue un fiel homenaje a esta temporada. Otra remontada, otra demostración de unidad y entusiasmo. Así se detectó en multitud de detalles. Los brazos agitados de Marcelino, estilo Simeone, reclamando a la grada el apoyo. Si había un futbolista al que no le salía nada, como un Piccini todavía sin frescura tras volver de la lesión, eran Parejo, Soler y Wass, al mismo tiempo, los que exigían amparo para su compañero. Cuando fallan las ideas y pesan las piernas, en un equipo instalado en el límite emocional desde diciembre, no hay otra receta que redoblar el esfuerzo y el entusiasmo, aprender de los golpes. Miren a Santi Mina. Cuando nada funcione, siempre quedará el delantero vigués porfiando algún balón imposible. Fíjense en Carlos Soler. No llegó al rechace tras un córner a favor, Jaume salvó la contra. En el saque de esquina posterior, Ximo Navarro le burló la marca y cabeceó a gol. Soler no reprimió el gesto de fastidio pero, como Mina, no se detuvo en el lamento y continuó perseverando. De ese compromiso, entre ambos cocinaron la remontada, sostenida con la callada eficiencia del ovacionado Daniel Wass, discípulo de Angulo, con el coraje de Gayà, con la gracia resolutiva de Gameiro y la maestría perenne de Parejo. No podía ser de otra forma. Ha sido así como este Valencia ha llegado a tejer una identificación que no siempre se justifica con virtuosismo ni resultados.

Mestalla, con una animación coral, en estéreo, estuvo a la altura. La jornada de transistores, reciclados ahora con alertas de Twitter, fue incorporando una emoción olvidada, la de los goles en otros estadios. Los del Barça fueron esta vez recibidos con júbilo. El partido acabó y la plantilla se despidió de la temporada en su estadio con una vuelta al césped que no era de honor, que no celebraba ningún título, pero que sí testimoniaba la gratitud de poder sentirse reconocidos, unos y otros, en una sola piel. Da hasta lástima que queden solo dos tragos a una temporada que recordaremos por la importancia de los abrazos de enero.

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