La noche que corona un año mágico ha llegado. Es el momento del Valencia. Poco importa que enfrente esté el rival más grande y el mejor futbolista de la historia, Leo Messi, el ogro que más veces (27) ha batido la portería blanquinegra en su historia. Nada ni nadie detiene al valencianismo en su desbordante ilusión por alzar la Copa que honre un Centenario festejado con el corazón desbocado, con el mismo latido que se jugará esta final, con un equipo que ha estremecido a la grada rebelándose contra un destino que parecía escrito y ha llegado a la cima.

El Valencia ha exhibido en este curso, de menos a más, las virtudes que han caracterizado durante cien años, dos meses y siete días al pueblo de Mestalla: la voluntad indomable de querer llegar, de voltear pronósticos, de aprender del propio sufrimiento sin un solo partido sencillo para asomarse a una posteridad a la que no parecía invitado. «Nos falta experiencia, pero nos sobra corazón», avisaba Marcelino García Toral. Es la Copa de todos, diferente a la de 2008 que en su no celebración llevaba larvada la década maldita que estaba por venir.

Se asume con naturalidad que, por potencial y cultura de finales, el Barça es favorito, como también lo era en la final del 54 o en los cruces de Copa de Ferias, Recopa y Liga de Campeones en los que besó la lona ante el Valencia. El fútbol se decide con una batalla de estados de ánimo en los que los de Mestalla llevan ventaja. Mientras que el Barcelona permanece instalado en el melancólico bucle de la eliminación contra el Liverpool (debacle que ayer monopolizó la rueda de prensa de Messi y Piqué), el valencianismo festivo de pólvora, senyera está de regreso, con el hambre pendiente de once años de larga travesía por el desierto. La obligación azulgrana se mide a una ilusión, la blanquinegra, que ayer se veía en las áreas de servicio de Cuenca, Ciudad Real y Jaen, camino de la ciudad en la que se conquistó la icónica Copa del 99 y la Liga de 2004. El control de ese vértigo emocional será una de las claves. Así lo advertía, con frialdad y mucha cabeza, Dani Parejo, que exhibe el brazalete hasta en las comparecencias de prensa.

Con precedentes muy igualados desde la llegada de Marcelino (tres empates y una sola derrota en Liga, adelantándose siempre el Valencia), Marcelino reconocía que los detalles serán definitivos: «Tenemos que tener la activación adecuada para aplicar conceptos y no pensar tanto en el resultado final de los mismos. Debemos tener coraje, atrevimiento y decisión. Hay que hacer los partidos tan igualados como fueron los precedentes en dos años, aunque lo normal es que el Barça tenga más ocasiones. El porcentaje de efectividad definirá el resultado. Tenemos estructuras absolutamente definidas, conocemos cómo jugamos, los puntos fuertes y débiles».

La final llega en el «momento idóneo» porque «es una final». «Estamos aquí para intentar ganar al Barça. Será determinante lo que seamos capaces de hacer, intentaremos poner en dificultades a un magnífico equipo. Queremos brindarle la Copa a estos aficionados».

Marcelino también encaró la gran pregunta que no ha sabido responder el fútbol: cómo parar a Leo Messi. «Debemos intentar que tenga las menos participaciones posibles y tener la suerte que, como ser humano, no tenga el día más acertado, es el mejor futbolista del mundo», señalaba el técnico, convencido de poder limitar al rival desde el trabajo colectivo.

A diferencia de la eliminatoria contra el Arsenal, Marcelino confirmó que no retocará el 4-4-2 clásico en sus dos años de exitosa regencia y exhibió su lado más humano para hablar de los descartes inevitables de un grupo humano al que admira: «Lo que peor me sabe de esta final es elegir once titulares, dieciocho convocados. Es el peor trago que voy a pasar».