El Valencia se despidió de la Supercopa de las pesadillas, de un torneo en el que siempre se ha sentido extraño. Desde el formato renovado que le impedía disfrutar de una final para la que acreditó su merecimiento al ganar la Copa, pasando por el desigual reparto económico para acabar por convertirse en un invitado de piedra en el King Abdullah Sports City de Yeda. La afición saudí vitoreó el vendaval de fútbol madridista y abucheó las contadas y balbuceantes contras de un empequeñecido Valencia. La televisión mostró los cínicos planos de mujeres en las gradas, en un país en el que (además de tener restringida el acceso a los estadios) para tomar decisiones deben recibir la autorización de un familiar varón que las tutele. Así es el fútbol moderno blanqueador de regímenes autoritarios. A todo ese escenario se añadió la incomparecencia de un Valencia inferior de principio a fin. Un tropiezo sonoro que, como mal menor, debe servir para rebajar la confianza que empezaba a reinar en el grupo y volver a apretar los dientes.

Tener que jugar sin Rodrigo Moreno, sin su influencia oceánica en el juego del equipo, obligaba al Valencia no solo a cambiar de alineación, sino también a transmutar su entera personalidad. Celades optó por un 4-3-3 con la idea, básicamente, de contener la profundidad madridista. La organización defensiva del Valencia parecía firme y el Madrid creaba peligro en acciones a balón parado (minuto 5, cabezazo de Varane respondido acrobáticamente por Jaume) o con intentos de media distancia de Casemiro o Valverde. Asumiendo que la pelota sería «merengue», los valencianistas intentarían crecer a partir de ese plan. Una idea que saltó por los aires al regalar el primer gol. En el minuto 16, Kroos aprovechó el despiste de los blanquinegros en la protesta de un saque de esquina para marcar un gol olímpico. El golpeo del alemán fue delicioso y clamoroso el despiste de Jaume, al no ser el primer gol que encaja de esa naturaleza.

La desventaja en el marcador destapó las carencias ofensivas del Valencia con un 4-3-3 que Francis Coquelin evitaba que se descosiese multiplicándose en la presión para recuperar y, al mismo tiempo, descolgarse en ataque. Se sentía incómodo el Valencia, sin naturalidad, para desplegarse en ataque y para presionar. El trote nervioso por tierra de nadie de Kondogbia era sintomático de un equipo que no se reconocía. Gameiro contó en el 29 con la posibilidad del empate, en una acción aislada de Gameiro, pero el dominio madridista era plácido, para algarabía de la afición local. Isco marcó el 2-0 en el 39 y Jaume evitaba con la yema de los dedos el tercero, de Jovic. Con todo, el Valencia pudo haber reducido distancias si se hubiese cobrado un aparente penalti por codazo de Kroos, antes del descanso.

Sin retocar nombres, Celades sí cambió el dibujo tras la reanudación. Ferran Torres acompañaba a Gameiro en un 4-4-2 que se completaría con la entrada de Maxi Gómez por Kondogbia. Era de cajón. Después de 57 minutos y con dos tantos en el zurrón, el Valencia se sentía, al menos, reconocible.

Lejos de reaccionar, el partido seguía en manos de un Madrid intratable en la posesión y perfeccionista en los requiebros y otros destellos frustrantes para quien los sufre. Más que pensar en una remontada, la esperanza más realista era la de impedir que se consumase el baile, en evitar una goleada que dependía más del posible señorío merengue que en la capacidad de resistencia blanquinegra. No tuvo compasión Modric en el 65, en su combinación balcánica con Jovic. Con el exterior el croata firmó un golazo, al palo largo de Jaume.

El Madrid rebajó el ritmo de juego y en ese último cuarto de hora el Valencia, con el empuje instintivo de Maxi y Cheryshev, apareció en campo rival. En el 91, previo VAR, Parejo reducía distancias de penalti. Pero fue, como todo en este torneo, una simple cuestión de maquillaje.