En cuarenta minutos en Las Gaunas, el Valencia ya había cometido diez faltas, su media por partido en LaLiga. La activación y la rebeldía que reclamaba Albert Celades a sus jugadores también era esto. A diferencia del trote calmado en Jeddah, Mallorca y (aunque se empatase) Valladolid, en Logroño los blanquinegros saltaron al campo con el nervio de un partido de voltaje y el compromiso que nace con naturalidad cuando se juega en Londres o Ámsterdam. Ahí se cimentó la victoria de un Valencia batallador, solidario en el esfuerzo y que con un testarazo de Maxi Gómez y muchos kilómetros defendió con dignidad su condición de campeón de la competición. Ahora espera rival para octavos con su identidad rehabilitada.

Para que renazca esa actitud a veces basta seguir el pulso guerrero de alguno de sus jugadores. Con Maxi Gómez existe esa garantía. El uruguayo no regatea ningún esfuerzo. Ni en un potrero sanducero, ni en una eliminatoria copera todavía lejana de cruces decisivos. A los dos minutos había peinado de cabeza a gol un envío lateral, en rosquita cerrada, de Dani Parejo. El tanto fue anulado por fuera de juego. La acción sirvió para presentar las credenciales del Valencia: atrevido en la presión, sin timidez para meter el pie y con soltura para asociarse en ataque. La presencia de Kang In Lee dio fluidez y un punto de imprevisibilidad a un 4-3-3 que suele manifestarse demasiado estanco. Alrededor del surcoreano fueron floreciendo el juego y los futbolistas más desequilibrantes. Ferran Torres fue de los destacados. Al cuarto de hora combinó en pared con Maxi, ganó la carrera en profundidad y sirvió el centro al charrúa, que martilleó con saña. La complicidad futbolística entre el extremo de Foios y el ariete es total y se alimenta también en su amistad fuera del campo, con los mates amargos (proverbial ritual de socialización en Argentina y Uruguay) que comparten en los viajes.

Pudo el Valencia haber cerrado la eliminatoria, en aproximaciones que mostraban las dudas del meta Pablo Fid (habitual suplente en Liga). Kang In Lee tuvo el segundo, con un buen control y giro, pero Gorka Pérez sacó bajo palos. Perdonaron los valencianistas y los locales despertaron. Al Logroñés había que respetarlo. Se ha destacado como líder de su grupo de Segunda B con un proyecto serio, consolidando un bloque de jugadores de media de edad veterana y sin agitar altas y bajas, dando continuidad a su entrenador, Sergio Rodríguez, nacido a pocas manzanas del viejo Las Gaunas. En los últimos años su juego ha ido evolucionando de un estilo más de toque y preciosista a una versión más pragmática, encajando muy pocos goles. Sobre esa base, aunque descansasen en el once referentes como el centrocampista Andy o Ander Vitoria, goleador en media docena de equipos de la cornisa cantábrica, su partido fue serio. Ñoño, extremo muy desequilibrante y de los pocos titulares que no rotó, lideraría la reacción rojiblanca. Exigió al máximo a Correia y replegó al Valencia con sus internadas. Aunque este sea el Logroñés que se extinguió y el nuevo estadio no tenga las embarradas estrecheces del recinto que le precedió, el público local rugió como en los felices días de lluvia de Polster y Salenko. El ambiente era de Primera y Mangala acabó de electrizarlo con un cabezazo a su propio larguero en un intento de despeje.

En la segunda parte, el Logroñés siguió zarandeando al Valencia, viviendo cerca de su área. Roni y Rayko probaron a Jaume, titular por las moelstias de Cillessen. La entrada de Coquelin equilibró al Valencia, que encontraría contragolpes para Carlos Soler y Ferran Torres contasen con claras opciones para el 0-2, descartadas en el uno contra uno por Pablo Fid. Para acabar de defender la renta en el marcador y la corona distintiva del campeón, hasta Gameiro tuvo que implicarse como lateral. En una tierra que evoca grandes recuerdos para los valencianistas, con aquel hermanamiento del ascenso de 1987, los valencianistas firmaron un triunfo práctico que tiene un sabor más profundo, el de la recuperación de la humildad competitiva.