El Valencia cayó derrotado en Getafe de forma vergonzosa. Barrido de principio a fin, no solo en ganas, humildad, temperamento y ese ánimo canchero que hace tan competitivo al grupo de Pepe Bordalás, sino también en todos los argumentos futbolísticos. En el Coliseum, el equipo de Albert Celades solo pudo despejar balones, 32 en total, sin llegar a disparar ni una sola vez a puerta, ni lanzar un mísero córner y con la estadística de faltas cometidas de nuevo bajo mínimos, como ya es costumbre en toda la temporada.

Aclimatados a precedentes cargados de tensión en ese mismo escenario, los blanquinegros no estuvieron a la altura de una rivalidad que no es histórica, que probablemente no sobrevivirá al futuro, pero que sigue siendo su «supervillano» de este tiempo. Ni ese aliciente ambiental, ni tampoco la trascendencia clasificatoria, activaron la actitud del Valencia, con un tropiezo que no es accidental. Esta humillación se parece a las vividas ante Osasuna, en Mallorca o contra el Real Madrid en Arabia Saudí. Un síntoma preocupante y que, más allá del deslumbrante destello de Ámsterdam, constatan que este equipo puede llegar a ser reiteradamente vulgar. Una caída de brazos que evoca a otro tiempo, un tiempo oscuro, que se creía superado tras el renacimiento marcelinista. Como sentenció, rabiando y casi a punto de llorar, un tipo noble como Gabriel Paulista, fue una tarde «de mierda».

Jugar contra el Getafe es ir a la guerra. A una batalla en el sentido clásico, con mapa desplegado, barro y trincheras, antes que drones y sofisticación tecnológica. Agresivo, organizado, con bandas levantadas con dobles laterales, con el punto de intimidación elevado al máximo para rozar la falta en casi todos los duelos directos. Y con un nivel de convicción disparado, capaz de perderle al respeto a todo gigante o molino de viento. El triunfo de la colectividad. Esa atmósfera persiste las últimas tres temporadas en el Coliseum Alfonso Pérez, un rincón industrial, pegado a la autovía hacia Córdoba, y que hace sentirse al Getafe invencible. Así resonaba en el minuto 40 el grito «Bordalás te quiero» de la afición local, después de comprobar que había arrinconado durante toda la primera parte a un Valencia incapaz de encadenar tres pases seguidos, de pinchar la pelota y levantar la cabeza, sin permiso para respirar. El equipo de Celades salió airoso de la primera parte, sostenido por las paradas de Jaume y por la entereza de Paulista y Diakhaby como baterías antiaéreas. Un total de 19 despejes sumó el Valencia en el primer tiempo.

Perdedor en el cuerpo a cuerpo contra su rival, el empate aguantaba por dos desviados balones peinados de cabeza por Jorge Molina, marcado por el defensa más bajo, el recién llegado Florenzi, y por los buenos reflejos de Jaume para despejar un par disparos sin vigilancia de Maksimovic y Cucurella. El partido era apropiado para el de Almenara, al que le benefician los encuentros de guantes calientes, de faena continuada. El Valencia se sacaba el balón de encima y el Getafe no ofrecía tregua, ni tampoco compasión. Por ejemplo, con Nyom abroncando a su propio compañero, Maksimovic, por lanzar la pelota fuera al quedar Paulista en el suelo durante 30 segundos, lastimado por un pisotón de Jaime Mata en un duelo aéreo. El central brasileño acabó la primera parte exasperado, levantando los brazos, por los mordiscos recibidos en los tobillos ante la presión rival. Un signo de frustración también dirigido hacia la inoperancia colectiva del Valencia.

Se podría justificar que la alineación del Valencia tenía un déficit físico, por el kilometraje acumulado de Parejo o las molestias de Rodrigo y Gayà, pero ese debía ser un problema previsto para la segunda mitad, cuando las energías menguasen. La realidad era que tampoco se imponían los jugadores con más envergadura, como Kondogbia o Maxi Gómez.

Poco cambió el escenario, para el medio millar de aficionados blanquinegros desplazados, tras el descanso. Continuó y se multiplicó el intenso acoso del Getafe. Jaume blocó otros dos intentos claros antes de que Jorge Molina derribase un muro que era de arena. El meta valencianista dejó muerto un rechace a disparo de Damián Suárez y la cazó al vuelo el de Alcoi. Los azulones celebraron el tanto con la furia de quien esperaba este duelo desde hace un año y once días, desde aquella remontada copera sufrida en Mestalla.

En el 60, una posible plancha de Kenedy a Gayà originó la tradicional tangana en este duelo. Siete jugadores locales reprendieron al de Pedreguer, en el suelo. Los valencianistas, Paulista al frente, acudieron a la refriega con un saldo desfavorable de amarillas. El lance, quizá, escondía una esperanza. La posibilidad de reactivar anímicamente al Valencia, de convertir la horchata en sangre. Nada de eso pasó, porque Jorge Molina remató minutos después en una acción en la que se marcó unos pasos de baile antes de fusilar a Jaume.

Entraron Guedes y Kang In Lee, con la única posibilidad de alterar las estadísticas. El Valencia, que solo había cometido tres faltas, cayó en la frustración con una peligrosa tijera de Florenzi sobre Cucurella, que le había desbordado toda la tarde. Ya tiene el romano la misma roja de los primeros días de Carboni. La electricidad ambiental pareció disminuir en el Coliseum, pero quedaban aún minutos para poder empeorar el resultado. Un gol que ilustró la comparecencia blanquinegra. Ángel resistió un agarrón de Diakhaby, que frenó la carrera y protestó a De Burgos Bengoetxea que no pitase la falta que él mismo había cometido. El delantero tinerfeño cedió a Mata que puso el tercero, la rúbrica de una goleada que pudo y debió ser mayor y que enciende alarmas.