El del hincha, el del buen hincha, no es un oficio sencillo, por más que lo parezca. Cuando se acercaba la Navidad, Paco Piquer, el 50% del binomio indisoluble de los «bessons de Rafelbunyol», preparaba artesanalmente una cajita de naranjas para todos los jugadores del Valencia, el cuerpo técnico, fisios, utilleros, recepcionistas... La presentación era importante y cortaba con meticulosidad cada ramita de cada naranja, convenientemente encerada y colocada con esmero en cajitas de madera, dos kilos por caja. En cada una de ellas, carteles individualizados con cada destinatario del obsequio. Poco importaban que fueran jugadores de paso Marcelinho Carioca o técnicos con huella como Rafa Benítez. Con la ayuda de sus hijos, alineaba ordenadamente las cajitas en el maletero del coche, antes de partir a la ciudad deportiva con su hermano gemelo Nando, engalanado con el costumbrismo habitual de chándals Luanvi, corbatas, gorras, pins, bufandas... Luego la escena duraba diez segundos en un informativo, quizá una fotonoticia en el periódico del día siguiente. La del buen hincha es una lealtad sin nada a cambio. Paco y Nando habían cumplido su misión. Hasta el último día.

Paco falleció este lunes, un día antes de cumplir los 93 años. Seis años después se reúne en el cuarto anillo invisible de Mestalla con Nando. En cada viaje para ver al Valencia, en cada partido de Mestalla, en cada visita a Manises para agasajar con melones recién cosechados a nuevos fichajes que no salían de su asombro, «els bessons de Rafelbunyol» explicaban qué significa ser del Valencia. Su despliegue de entusiasmo a la antigua usanza era el primer enlace que cada futbolista recibía del particular ecosistema del mestallismo, un club urbano que no se puede entender sin su vastísima dimensión comarcal. «El València és de poble, de la terra, com eren ells», contaba ayer a este periódico henchido de orgullo Rubén, el menor de los siete hijos de Paco, que refrescaban anécdotas mientras ordenaban los cajones de casa, rebosantes de gorras y camisetas del Valencia.

La afición de Paco y Nando por el fútbol vino desde muy pequeños, formando pareja de extremos en el Rafelbunyol, en la misma época en la que el Valencia de Quique, Monzó, Puchades, Badenes, Pasieguito, Seguí, Sócrates, Juan Carlos Quincoces II, Mañó, Fuertes y Buqué tocaba el cielo con la Copa del 54. En un tiempo difícil tiraron hacia adelante. Paco era barbero y auxiliar de enfermería. «Asistió a mi madre en el parto de sus siete hijos y al nacimiento de infinidad de niños y niñas de Rafelbunyol». Nando era profesor de autoescuela y entre los dos mantenían algunos campos de naranjas y de verduras de temporada que nunca faltaban en casa. Una vida sencilla, de lujos superfluos, que se transformaba para animar al Valencia, a la selección española en mundiales en Estados Unidos, Japón o Sudáfrica y «también al Levante, al que solo le deseaban lo mejor». Su popularidad fue tal que en Johannesburgo, «el príncipe Felipe, ahora rey, pidió fotografiarse con ellos», cuenta muy satisfecho Rubén.

Els «bessons de Rafelbunyol» con Jérémy Mathieu Levante-EMV

«Eran como mis hermanos pequeños, porque entre los dos no hacían más de 1’20 de estatura», bromea a este periódico Manolo el del Bombo, muy emocionado en la conversación. «Los quería mucho, han sido muchos años de eurocopas, mundiales. Eran los primeros que salían corriendo detrás del autobús del equipo. Los policías les conocían y no los detenían. Y su bandera con el nombre de Rafelbunyol aparecía en todos los planos de televisión», rememora Manolo, que todavía recuerda los trepidantes viajes que compartían por carretera. “Alquilábamos un coche y conducían ellos. Pasaba pánico, no bajaban de 160 por las carreteras de media Europa».

Con el fallecimiento de Paco Piquer, se extingue poco a poco una estirpe genuina de aficionados, con una devoción incondicional por el Valencia. Como Jorge Iranzo, desaparecido en 2016 después de toda una vida siguiendo al Valencia en todos sus partidos de Liga como visitante, con su coche particular. Una vida entregada a unos colores. «Ahora, mi padre y mi tío vuelven a estar juntos. En realidad, eran como una misma persona», concluye Rubén, heredero del oficio del buen hincha.