Rafael Solaz, Valencia

La calle de Viana lleva este título desde 1859 en recuerdo a Carlos, príncipe de Viana, rey de Navarra. Anteriormente se denominó del Pou Pintat. Accedemos a ella por la calle del Pie de la Cruz y atravesamos la de Balmes. Estamos en el barrio de Velluters.

La prostitución se desplazó a este lugar en la década de los años 40 del siglo pasado, tras las obras y modificaciones surgidas para la creación de la avenida del Oeste, sobre todo el área de la plaza de San Agustín, el desaparecido Cobertizo de San Pablo y la calle de Quevedo, franja en la que estaba ubicada la zona más caliente de la ciudad. El horno, la carpintería y el ultramarinos dieron paso a pequeñas fábricas de gomas higiénicas y humildes bares de contratación sexual.

"¿Quieres que follemos?". Con esta frase nos aborda en plena calle una chica de veintitantos años, con acento extranjero, morena de ojos negros, ofreciéndonos la práctica del viejo oficio: media hora de placer previo pago. Así nos adentramos en el espectáculo social injustamente criticado, el circo de malabares y piruetas, el de las miradas de reojo, el de la rancia doble moral, el que ha sido titulado como el comercio bajo de las bajas pasiones.

Dentro de la gran carpa de este circo, todos son protagonistas convertidos en clowns, reinas, domadores, sirenas y encantadores de serpientes; son actores dispuestos a interpretar su papel, a coger posiciones mientras se despliega la alfombra roja de la pasarela, aquella que sirve para amagar el polvo del secreto.

Las mujeres son el centro de la expectación. Maduras o muy jóvenes, dan vida a bailarinas o princesas enfundadas en tallas imposibles, ceñidas a un cuerpo lleno de culo y tetas, tacones interminables de insólito equilibrio, faldas cortas de centímetros, lencería sugerente de los jueves de mercadillo, entre los muslos del encanto suntuoso que sostienen al descubierto el imperio de sus insinuantes poderes.

La sombra de la crisis

La prostitución de la calle no es de alto standing, ni sus clubes se ven anunciados entre la maraña publicitaria. Aquí los servicios se ajustan al bolsillo de currantes mileuristas, parados con subvención, muchos jubilados marchosos, tenderos de porvenir vacío y resignados oficinistas que venden sus ojos por una paupérrima nómina mensual (y gracias). En general, el polvo cuesta unos 30 euros, más 6 por la habitación, incluido un condón. Total 36 euros la fiesta. Algunos regatean el importe y se puede festejar por menos. Un respiro en tiempos de crisis.

A L., rumana, alta, de treinta y tantos años, la hemos invitado a tomar una cerveza en un bar cercano. Entre aromas de aceite recalentado y tortilla de patatas se advierte la esencia barata asperjada sobre su cuerpo; nos dice orgullosa que tiene las piernas más largas y bonitas del lugar. Por eso su precio es un poco más elevado que la media de lo que allí se cobra. Se considera una experta en el oficio. Se nos muestra cercana. Está preocupada por la situación económica: "No sé lo que va a pasar con esta "crisi". No sacamos ni pa pipas, quiero dejarme este rollo pero de momento no puede ser".

"A ver lo que cae"

Emilio, sesentón del terreno, debería ser un potencial cliente. Pero lo es sólo en apariencia. Está allí "a ver lo que cae" y así pasa el tiempo. En alguna ocasión contrató una felación rápida por unos cuantos euros. Tenía dos chicas que eran ya amigas y él se convertía en fiel cliente. Esto ya no es lo que era; el chino ha cambiado mucho. Antes había más tranquilidad. Ahora con la policía a todas horas, "ja no és lo mateix, és tot molt diferent".

Dos locales, el Liberty y el Niágara, son de un mismo propietario, Alfredo, con bastante experiencia como empresario. Son inmuebles de planta baja y tres pisos. Lo que la empresa vende es un servicio de bar y habitaciones. El local cobra así la bebida consumida y la habitación. "Aquí, las chicas ligan con los clientes y contratan el servicio de las habitaciones. No intercedo nunca en sus acuerdos y relaciones más íntimas". En el interior del local, frente a la barra del bar y a las doce del mediodía, ya hay unas diez chicas y apenas clientes. Alfredo dice que se acusa la crisis, como en todas partes.

Mayoría de extranjeras

Hoy en día las que más hay son extranjeras, rumanas, bolivianas y ecuatorianas. Las españolas, con el tinte rubio que se lleva, ejercen en casas particulares o se van a los clubes del extranjero. Además, en otros países, como Italia, han cerrado prostíbulos y expulsado a las chicas, que se han venido para acá.

Las chicas salen y entran, esperan, deambulan como sirenas que necesitan la roca en que mostrarse, en que secarse al sol, en que lanzar sonrisas mojadas al público expectante. A un lado y otro de la acera están aparcados ojos atentos a todo cuanto sucede. Las chicas van a la caza del indeciso o del que no se atreve a dar el paso sublime de la contratación sin IVA.

Muchos hombres vienen aquí a pasar la mañana o la tarde, se quejan. Sí, los hombres que permanecen en las aceras no pierden su mirada lasciva cuando las chicas pasan, bolso en mano, contoneando morbosamente sus caderas. Se contentan con presenciar el espectáculo que ofrece esta insólita feria comercial como si estuvieran ante un alegre corral de pavos reales, gallinas y faisanes. La mercancía callejera se halla expuesta para ser consumida. Una mujer cincuentona se nos dirige a grito pelado: "¡No me hagas fotos, que pueden conocerme mis vecinas!". Se va. Su figura decadente se confunde entre el color gris que predomina, el del asfalto, las paredes desconchadas o el suéter descolorido de uno de los mirones.

Control policial

Al lado de estos locales está el bar Dólar, al que se accede por una pequeña puerta. La cafetería Amante se anuncia en la esquina de la calle Torno del Hospital. Un coche policial permanece atravesado en esta confluencia. Más tarde viene policía montada a caballo. Es una manera de vigilar el lugar, un control para que nadie se desmadre. Pero las chicas dicen que su presencia es para espantar a los clientes, entorpecer y acabar con el ejercicio en la zona. De vez en cuando se produce una acción judicial que recuerda las antiguas redadas. Saben que la mayoría de chicas no tienen papeles.

El popular chino, esplendoroso en los años 50 y 60, languidece. Apenas quedan de él unos metros, unos locales que se cuentan con los dedos de la mano. En nuestra calle de Viana quedaron para el recuerdo míticos clubes ya desaparecidos como Cibeles, Viana, Casa Pedro, La Francesa, Singapur o Pavone. La sombra de la oportunidad urbanística vestida de regeneración del lugar está haciendo su trabajo. En Velluters se han alzado fincas nuevas, con nuevos vecinos, y han comprimido las casas de sube y baja hasta casi hacerlas desaparecer. Aquí no hay futuro, esto está acabado, dicen.

"¿Quieres que follemos?". Con esta frase nos quedamos un sábado de un mes cualquiera en la calle de Viana. En uno de los balcones se ven macetas con plantas. Un perro ladra. Tras las nubes se adivina el sol.