Se han cumplido este año los seis siglos de que en 1.510 fuera fundado por San Vicente Ferrer el colegio de huérfanos que lleva su nombre, y que posteriormente se le adjudicó el calificativo de «Imperial» porque ocuparon más tarde un espacio donado por el emperador y rey.

El citado colegio lo hemos conocido los ahora veteranos en el chaflán de las calles de Lauria, Colón y Niños de San Vicente –después, Pérez Bayer-; en esta última calle se ha levantado recientemente un monumento al Santo, aunque el colegio desapareció hace más de siete lustros de aquel emplazamiento y se trasladó a San Antonio de Benagéber. El enorme terreno céntrico fue cedido por un tiempo a unos grandes almacenes, que después lo transfirieron a otros.

Aún recordamos lo que, para los jóvenes de Valencia, supuso aquel local en días de asueto; en la parte recayente a la calle de Pérez Bayer había el que era conocido como «Cine San Vicente», sala para jóvenes, donde se proyectaban películas totalmente autorizadas para menores, pero que servían los jueves por la tarde –cuando no había clases en los colegios- para acudir por un precio muy módico –hoy serían céntimos de euro-. Podía pasarse la tarde; lo mismo los domingos. Los sábados, no, porque aún no estaba implantada la popularmente llamada «semana inglesa», es decir, que la última tarde de la semana había clases y oficinas.

Con el tiempo, el amplio patio del colegio se dedicó también a cine como «sala de verano», y allí, a la «Terraza Lauria», ya solían acudir las familias completas, incluso con la cena en bocadillos. Para un local benéfico y escaso de medios económicos no parecía apropiado un edificio tan céntrico y enorme, y ya en la segunda mitad de la década de los sesenta –en el siglo XX- su director, el sacerdote José Sastre, buscó los medios para salir adelante. Lo primero, inauguró una sala de arte –con el nombre del Santo fundado- y la abrió con una subasta de cuadros y esculturas donadas por artistas locales. Quien esto firma se encontraba a la sazón trabajando en Barcelona, y allá que se presentó en el «Diario» el Padre Sastre, para que le gestionáramos una obra de Salvador Dalí. Parecía una ilusión imposible, pero cuando la Providencia se empeña no hay nada difícil. Y, tras un vertiginoso vuelo a París, donde se encontraba el artista, éste entregó un cuadro del Cristo visto desde arriba, que regaló con la única condición de que en la subasta saliera a puja por un mínimo de dos mil dólares. Se superó esa cifra.

Como decimos, el colegio se trasladó a San Antonio de Benagéber, donde continúa; y, desgraciadamente, el Padre Sastre –como Moisés con la Tierra Prometida- pudo ver el proyecto sin llegar a pisarlo; pues falleció poco antes de su inauguración y puesta en funcionamiento. Llegada la década de los ochenta, la Ciudad francesa de Vannes, donde falleció San Vicente y donde se conservan sus restos en la Catedral, decidió donar un brazo del Santo al Colegio Imperial, organizándose desde Valencia una peregrinación multitudinaria, en la que figuraban el Obispo Auxiñiar, Jesús Pla, el nuevo director, el sacerdote José Castillo, el lugarteniente de los «cavallers jurats», Juan Martí Belda, y numerosos antiguos alumnos y devotos.

Fue curiosa la misa celebrada en la Catedral, donde se rezó y cantó en cinco idiomas; pues, además del latín, tras el Concilio ya se utilizaban las lenguas de cada país; y allí oímos oraciones y cánticos, además de la lengua romana, en francés, español, bretón y valenciano. Y el Grupo de Danzas de Moncada ofreció un recital en la plaza de la Catedral.

Justo es recordar los acontecimientos de este colegio tradicional valenciano, cuando acabamos de cumplir seiscientos años de su fundación y Valencia ha erigido un monumento en recuerdo del Santo fundador y del centro benéfico.