La calle Alzira de Valencia, en el barrio de Abastos, es un ejemplo de proliferación de negocios. En apenas cincuenta metros se han abierto dos cafeterías en el último año. Fulgencio Alcón, de 52 años de edad y padre de dos hijos ya mayores, es el dueño de una de ellas.

Según cuenta, sus profesión es la de engastador de oro (el joyero que coloca la piedra preciosa sobre la pieza de metal), pero durante mucho tiempo tuvo un restaurante con otro socio. Eso fue hasta el año 2008, cuando la crisis acabó con su medio de vida y tuvo que buscar otro empleo. Durante algún tiempo trabajó como pintor a media jornada, pero «no era nada firme y había que buscar una solución. Con 52 años ya no hay quien te dé trabajo», sentencia.

Fulgencio pensó entonces que «una buena salida» sería abrir una pequeña cafetería, un mundo que no le es ajeno en absoluto, así que con «el poquito dinero que tenía ahorrado y la ayuda de algún familiar» se hizo con este local, que además llevaba un año sin dar producción a su dueño por un problema judicial con el anterior inquilino.

Después de hacerle una pequeña reforma y ponerse en marcha, asegura que las cosas «van aguantando». Puede decirse que va «A trancas y barrancas», como se llama el bar. Y es que «bien no le va a nadie», dice, pues «hay mucha competencia y la gente no sale o sale muy poco».

Su única arma, pues, es el trabajo y echarle horas al negocio, cosa que, por otra parte, no le asusta. Fulgencio cuenta que empezó a trabajar a los 14 años y no puede estar sin hacer nada. Al revés, «lo que me asusta es no trabajar», dice. Dadas las circunstancias le gustaría, incluso, que éste fuera el negocio definitivo de su vida, algo que en estos tiempos es difícil de predecir.

En sus propios clientes ve cada día las situaciones que se están viviendo con motivo de la crisis. «Aquí viene uno que lo está pasando mal —relata—. Está parado, con una hija y apenas tiene ayuda. Es horrible ver a la gente tan necesitada», comenta.