«Las familias de todas clases, desde la más elevada jerarquía social, hasta la proletaria más humilde, envían sus hijos a estos centros de instrucción [...] Confúndense ya amistosamente en nuestras escuelas el hijo del magnate y el labrador, y anima a todo un mismo sentimiento; porque se ha conocido al fin que el triunfo de la inteligencia es tan seguro, como inmediato...». Esta oda a la armonía social con la que abría el curso de 1860 en el Instituto Provincial de Enseñanza Media de Valencia, actual IES Lluís Vives, el profesor Vicente Boix, cobra hoy fuerza con el trabajo que acaba de publicar el historiador Carles Sirera. La investigación revela que más de un tercio de los 3.127 alumnos que se graduaron en bachillerato entre 1859 y 1902 eran hijos de familias de clase media-baja.

Sirera, doctor en Historia y profesor de la Universitat, reconstruye el proceso de implantación de la enseñanza secundaria pública en el libro «Un título para las clases medias. El instituto de bachillerato Lluís Vives de Valencia (1859-1902)».

Formar a las clases medias

Las revoluciones liberales europeas del siglo XIX alumbraron el bachillerato, apunta el historiador, «como el espacio educativo donde se formaría el ciudadano autónomo y responsable, esa opinión pública ilustrada e informada que sería capaz de escoger a los mejores representantes posibles del parlamentarismo». Así, añade, «una clase media correctamente instruida era el elemento indispensable para sustentar un sistema liberal no democrático, que debía conjugar igualdad civil, libertad y orden».

Sin embargo, el instituto provincial de Valencia, creado en 1845 en virtud del Plan Pidal para formar a las elites o notables de la nueva España liberal, no fue, según Sirera, un centro educativo que reforzara las diferencias de clase». «Si bien en proporciones distintas, toda la sociedad estaba presente en sus aulas, desde la descendencia de la nobleza hasta los hijos ilegítimos», escribe el investigador.

El hecho de contar con un alumnado interclasista no es, matiza, un éxito del instituto de Valencia, sino «aunque resulte una paradoja, la prueba del fracaso de la enseñanza primaria, de la que el Estado se desentendió totalmente». Esto obliga a que mucha gente curse bachillerato «porque es la única forma de demostrar que está alfabetizada, que sabe leer y escribir y que conoce las operaciones matemáticas básicas».

Al no existir ningún título que demostrara que se había terminado con aprovechamiento la escuela elemental, «la gran mayoría de alumnos del instituto cursaban, como mínimo, dos asignaturas del primer curso —gramática castellana y aritmética—, puesto que con esta formación ya podían aspirar a trabajar como escribientes en cualquier corporación local».

Conseguir el título del bachillerato no era ninguna meta en sí: el 35% de alumnos que se graduaron entre 1859 y 1873 no pagaban las tasas para tramitar el título, y del resto que se preocupaba por conseguir el documento solo el 35% se licenciaba en una facultad.

Sirera detalla que la sociedad decimonónica, a excepción de verlo como un escalón necesario para llegar a la Universidad, «no daba importancia a ser bachiller, pues este título no otorgaba privilegios ni se exigía para entrar en la Administración». Además, en aquella clase media de la segunda mitad del XIX, «mucha gente carecía de estudios».

Tasa de suspensos transversal

El análisis de los expedientes académicos que guarda el archivo del instituto le ha permitido al historiador establecer que el alto fracaso escolar —el 65% de los alumnos matriculados no culminaba el bachillerato— más que a la exigencia académica (el porcentaje de aprobados en el examen final de grado está entre el 75 y 80% de alumnos inscritos) se debía a la dificultad de afrontar una larga travesía de cinco cursos que aunque legalmente debía iniciarse a los 9 años de edad, muchos comenzaban con 11 o más.

El investigador relata que la tasa de suspensos afectaba a todas las clases sociales por igual, «si bien el tener un padre con estudios superiores duplicaba las posibilidades de éxito, aunque no era determinante». Es más, Sirera ha detectado que los más afectados por el abandono escolar «eran los hijos de los labradores más acomodados, probablemente por falta del acicate de la presión social y de la necesidad material».

Una cuestión de suerte

Eso sí, continúa, «como el coste más grande que tiene el estudiar es el no trabajar», el gozar de una posición acomodada era determinante: «los hijos de propietarios suelen aguantar hasta cuatro años con malas notas, mientras que los que están en una posición memos desahogada, dos cursos como máximo». Pese a todo, la elevada mortalidad por las malas condiciones higiénico-sanitarias convierte muchas veces en una cuestión de suerte terminar los estudios, pues la muerte del cabeza de familia solía acarrear el adiós al pupitre.

Por encima de todos estos condicionantes, Sirera considera la cuestión lingüística como la gran barrera diferenciadora al incidir en que «el hablar castellano era más determinante que el nivel de renta o el estatus social». «Ser ciudadano suponía ser castellanohablante, pues la nación española exigía el castellano en todos los ámbitos, y esto es lo que explica el porqué Blasco Ibáñez equiparaba democratización a castellanización».

Por todo esto, en un contexto donde la alfabetización era sinónimo de castellanización, el autor concluye que «en la provincia de Valencia la clase media es posible que se pudiese definir, más que por requisitos económicos, por su dominio del castellano escrito».