Creo haber dado con la tecla. No le den más vueltas. El debate sobre el cambio de fechas planteó y plantea al fallero una disyuntiva: «estoy en contra porque no me beneficia« o «estoy a favor porque no me perjudica».

Obsérvese que no se contemplan las otras dos opciones: «estoy a favor porque me beneficia» y «estoy en contra porque me perjudica».

Y el fallero, aún con todos sus tics, no es más que un ser humano. Y éstos recurren a un profundo rincón de su cerebro, que pervive desde que éramos reptiles, donde se aloja el instinto de la conservación.

E igual que el homo erectus aprendió rápido a no fiarse de un charco donde podía aguardar un depredador, el fallero ha optado por la opción de no tocar las cosas de como están y rechazar cualquier cambio en las hojas de su programa festivo. Por lo que pueda pasar. Porque los peligros y los misterios de hacer semejantes cambios no le inspiran nada positivo. Aún a pesar de tener experiencia, porque no es ni mucho menos la primera vez que ha vivido unas fallas quemadas en lunes.

Si encima, se ha planteado la cuestión con toda la torpeza y falta de delicadeza imaginable, razón de más para que cunda el recelo.

Pero el debate no ha acabado. Bien lo saben todos. Y a partir de ahora empezará una fase de tanteo. De estudio. Supongo que los políticos sopesarán el precio que pueden pagar, pero el fallero bien hará en ponerse en el escenario que ahora mismo no desean. Que, tarde o temprano, quemarán en lunes. Y yo creo que cuando se lo digan/ordenen, el cabreo les durará un día, una semana o un mes, pero cuando llegue la semana fallera, se celebrará como si nada hubiera pasado.

El fallero es, por naturaleza, territorial, posesivo y desconfiado. Y está dispuesto a defender lo que es suyo a cualquier precio. Hasta amenazando con una huelga fallera de más que dudosa materialización (que un fallero se quede sin fallas es una tragedia inimaginable).

El debate necesita muchos equilibrios. Porque el fallero puede defender, y con razón, que la fiesta la pone él, que la riqueza se genera a su costa y que la propuesta se ha hecho con alevosía y hasta desprecio hacia sus personas. Sin tener la delicadeza, por lo menos, de iniciar un proceso de diálogo previo con ellos como actores protagonistas de aquello que se pretende cambiar.

Pero el fallero también deberá pensar que hace y disfruta de una gran fiesta porque se le da para ello una total libertad, cuando no impunidad. Libertad para hacer lo que en ninguna otra gran ciudad se permite. Y libertad para organizarlo y gozarlo, un grupo minoritario sobre el conjunto de la ciudadanía, una parte de la cual lo disfruta y otra lo sufre.

Y si se defiende a ultranza las tradiciones, habría que recordar que no es ninguna tradición disponer de las calles siete días o más, ni lo es instalar carpas, ni organizar verbenas en la calle hasta la madrugada, ni tener bares para ganar dinero, ni gozar a antojo de los servicios de policía, protección civil, bomberos y barrenderos. Como tampoco es una tradición recibir una subvención impensable en los tiempos que corren o disponer de unos créditos blandos que pocos ciudadanos gozan.

Y la defensa de las tradiciones como argumento monotemático, con la que está cayendo, es el cebo perfecto para ese segmento de población, mucha de ella intelectual, que espera cualquier flaqueza del fallero para disfrutar diciendo que éstos son una panda de intolerantes, franquistas (eso les pone especialmente), blaveros y ahijados de Rita.

Por todo ello, creo que el debate, con amplitud de miras, se impone. Hacer ver la importancia que tiene o pueda tener para la sociedad el cambio. Hacer ver las ventajas que tiene para el fallero, que las debe tener. Y hacer ver donde sea y a quien sea que el fallero es un especímen que, aún con sus defectos, es extraordinariamente valioso y merece una sincera consideración.

Y, sobre todo, superar como argumento la tradición. Si: la de nuestros abuelos. El mío quemaba el 19. Pero el abuelo de mi madre quemaba el 18. No vivimos tiempos para aferrarnos a algo que va y viene. Díganselo a aquellos para los que era una tradición ir a trabajar todas las mañanas.

Cuanto más sea capaz de superar el fallero el intangible emocional, más en serio se tomarán sus legítimas reivindicaciones.

Por cierto, me da la sensación de que en el ayuntamiento están encantados del revolcón a la propuesta de la Generalitat y al desgaste, al menos coyuntural, que ha supuesto a sus autores.