El 18 de marzo de 1928, en vísperas de las fiestas falleras, el arzobispo de Valencia Prudencio Melo bendijo la primera piedra del barrio Don Bosco, un grupo de viviendas construidas en régimen de cooperativa por los socios del cercano Centro de Antiguos Alumnos salesianos.

Padres de familia en su mayoría y casi todos también carentes de domicilio propio, decidieron acogerse al régimen de casas baratas y levantar un centenar de viviendas de dos plantas que en su día costaron 12.000 pesetas, 10.000 si se descuenta la subvención del Instituto Nacional de Previsión.

Eran casas de unos 118 metros cuadrados repartidos en dos plantas. En la de abajo había un recibidor, comedor, cocina y un lavadero, mientras que en la de arriba estaban los dormitorios y un cuarto de aseo. Tenían, por último, un corral donde se podían sembrar huertos y frutales o colocar un gallinero, «algo muy apreciado por las amas de casa» de la época.

Esa sería la foto en blanco y negro de este barrio de apenas 15.000 metros cuadrados situado en el corazón de Orriols, al principio de las calles Padre Viñas y Juan Bosco y haciendo esquina con Primado Reig. La de ahora, sin embargo, sería una foto en color, con mucho color, posiblemente la más colorista de la ciudad, porque casi un siglo después sus vecinos le han dado a estas casas distintas y espectaculares tonalidades que nada tienen que ver con el centro de la ciudad, dominado por el cemento y el ladrillo caravista.

No han sido ni las ayudas municipales ni las de cualquier otra administración pública. Tampoco han recibido consejo de ningún especialista en urbanismo. Han sido ellos mismos, retroalimentándose con el paso de los años, lo que ha dado verdes, rojos, amarillos, azules y ocres a unas paredes que nacieron blancas y que en algún momento de sus historia se vistieron con el gris de la guerra y la destrucción.

Andrés, que ha pasado en el barrio, con sus padres, los 21 escasos años de su vida, cuenta que el barrio se ha ido repoblando en los últimos tiempos y ha dejado atrás los lastres de marginalidad que le subyugaron en los años del desarrollismo, cuando la delincuencia era frecuente y las excavadoras lograron derribar las primeras casas de la fila para levantar una finca de varias plantas. Sólo un nivel de protección 2 (estructura y fachadas) otorgado por el alcalde Pérez Casado en los años 80 evitó que una tras otra cayeran víctimas de la piqueta.

«Ahora son los hijos y los nietos de los antiguos propietarios los que están volviendo», relata Andrés, quien se ocupa estos días de reformar una vivienda contigua a la de sus padres. También han llegado personas con buen poder adquisitivos, profesiones liberales y jubilados que buscan espacio y comodidad sin renunciar al centro urbano.

«Y con ellos —relata el chico— ha venido también el color». Los tonos suaves y poco vistosos de las últimas décadas han ido ganando intensidad con el paso de los años hasta competir entre sí por dar el mayor relumbrón. «Ha sido una cosa espontánea» porque, según cuenta, nadie se ha organizado para ello ni hay una comunidad de vecinos que haga indicaciones. «Cada uno va viendo la casa de al lado y va poniendo el color que quiere», dice. Es algo natural que está funcionando sólo.

Una de las últimas en llegar a Don Bosco ha sido Mercedes, que hace dos años se instaló en una casa de Padre Viñas para tener el espacio que necesitaba su amplia familia. En su caso, no tiene antecedentes ni precedentes en el barrio, pero dice sentirse a gusto en su residencia de 250 metros cuadrados, una de las más grandes del cuadrante. Hay quien asegura que pagó cerca de cien millones por ella.

Dice Mercedes que cuando llegó a la casa estaba pintada de ocre y que ella quiso darle un color albero, pero el albañil, con indicaciones hechas por teléfono, «no acertó» con sus gustos y puso un amarillo limón que no acaba de gustarle. Tampoco a ella le han dado consejos. Se guía, dice, por sus preferencias y por el color de sus laterales.

El cromatismo es también una de las ocupaciones de Amparo, que al igual que su marido está jubilada y ha decidido cambiar el piso de General Avilés por «una casa aislada, independiente, que tenga un patio donde hacer la vida que no da, en condiciones normales, la ciudad».

«A mi no me gustan los tonos que hay —explica Amparo—. Me gustarían un poco más claros, tonos más suaves», así que ha decidido que la fachada, ahora pintada de verde, será rosa palo en un futuro inmediato.

Precisamente la sorprendimos cuando estaba supervisando los trabajos de reforma de su vivienda, que tendrán que respetar la estructura y la fachada y tocar lo menos posible la parte interior, algo, esto último, que no siempre se ha tenido en cuenta.

En este sentido, los vecinos aseguran que el Ayuntamiento ha sido generoso en las licencias, pues les ha permitido hacer un tercer cuerpo de vivienda sacrificando el enorme corral del que disfrutaba cada casa. Esteban lo ha hecho y asegura estar contento con el resultado. De esta manera, la situación del barrio ha mejorado mucho en los últimos años y ha acabado convirtiéndose en un lugar más que digno para vivir.

A él, además, le gusta comparar pasado y presente y mantener viva la historia de las calles, volver a los orígenes del lugar donde crece su familia. Una de sus joyas es la pequeña publicación realizada en el año 1953 para conmemorar las bodas de plata de estas casas, los primeros 25 años de su historia. Él sería uno de los prohombres que, sombrero en mano, aparecían en aquellas fotos posando con sus hijos bajo las fotos del santo. Serían, eso si, fotos en color, mucho color, el color que ahora tiene Don Bosco.