Seis de las ocho estatuas de Ponzanelli, las más valiosas de la ciudad, han sido brutalmente mutiladas en los últimos tiempos, las últimas las «Cuatro estaciones» de Viveros. Tan sorprendente coincidencia no tiene una explicación plausible más allá de la pura casualidad (al menos así lo creen los expertos), pero el tamaño del atentado merece que todas las miradas se vuelvan sobre el patrimonio escultórico de la ciudad, más de doscientas piezas entre las que hay verdaderas joyas de la historia del arte, muchas de ellas a mano del viandante y en un estado de máxima vulnerabilidad.

De la mano de Helena de las Heras, doctora en arte por la Universitat de Valencia y autora de la tesis «La escultura pública en Valencia. Estudio y catálogo», Levante-EMV ha hecho ese recorrido empezando por las piezas más antiguas de cuantas de exhiben en la vía pública, que son precisamente las del genovés Giacomo Antonio Ponzanelli (1654-1735).

Encargadas por el canónico Antonio Pontons García, el maestro italiano es autor del «Tritón» de la Glorieta, la que para Helena de las Heras es la pieza más valiosa de la ciudad, así como del «Neptuno» del vecino Parterre, las figuras de Santo Tomás de Villanueva y San Luis Beltrán del Puente de la Trinidad, o las «Cuatro estaciones» del jardín de Viveros.

Excepto las de los santos, todas ocuparon un espacio destacado en el Hort de Pontons y salieron al espacio público en el año 1818. Sólo el «San Pedro Pascual» de Tomás Llorens, situado en el Paseo de la Petxina, pisó antes la calle, justo en el momento de su construcción allá por el año 1761.

Luego tendría que pasar casi todo el siglo XIX para que Valencia se envolviera de nuevo con la bandera del arte. La «Flora» de José Piquer, que emergió en La Alameda en 1864; el monumento a Ribera, realizado por un jovencísimo Mariano Benlliure en 1888 y colocado en en la Plaza del Poeta Llorente en 1931; o el Jaime I de Agapit Vallmitjana, trabajado y depositado en el Parterre en 1891, son las piezas más destacadas de este final de siglo. Estas dos últimas son, además, las otras dos obras favoritas de de las Heras junto con el «Tritón» de la Glorieta.

Esta época, que se prolongó en las primeras décadas del siglo pasado, coronó en los años veinte, básicamente porque la Escuela Valenciana, conocida por su pintura, también guardó un espacio para el martillo y el cincel. José Capuz y su «Monumento al Doctor Moliner», situado en la Alameda desde el año 1921, son una destacada representación de aquel movimiento.

La Guerra y la dictadura ralentizaron después la decoración de las ciudades, también la de Valencia. En los primeros años de posguerra se hicieron homenajes a santos y a caídos y no fue hasta los años 60, con el alcalde Adolfo Rincón de Arellano, cuando afloraron de nuevo los Benlliure, Ponsoda o Vallmitjana. Al parecer, en esta época se llevaron a definitivas muchas obras del siglo XIX que estaban en sus moldes de arcilla, lo que permitió repoblar parques y jardines con piezas de gran valor.

Hasta aquí puede hablarse de escultura clásica, porque con la transición y la democracia se produjo un giro radical en los estilos y las dimensiones. Las nuevas piezas son obras de ingeniería, piezas casi industriales alejadas de los viejos conceptos.

Helena de las Heras, muy crítica con las «copias» de Valdés, ha terminado admitiendo que la «Dama Ibérica» de la Avenida Cortes Valencianas es una pieza destacada, seña de identidad de un pueblo y enorme trabajo tecnológico. También destaca la fuente de Miquel Navarro en la Plaza Manuel Sanchis Guarner, la popular «Pantera rosa»; y el «Monumento conmemorativo del campeonato mundial de fútbol 1982», obra de Andreu Alfaro situada en la Avenida de Aragón. Por su presencia, hay que citar también en este apartado el «Homenaje al libro» de Ripollés, icono de la Prolongación de Alameda.

Todas estas incorporaciones se han visto, además, salpicadas de otras pequeñas obras, la mayoría de las cuales son monolitos y bustos, de tal manera que el número de piezas se ha doblado en los últimos treinta años hasta superar las doscientas antes referidas.

Posibles soluciones

Patrimonio, por tanto, hay, dice Helena de las Heras. El problema es cómo conservarlo y, a su juicio, se podría hacer más por él. Solución a los actos vandálicos, que según recuerda, «ha habido toda la vida», sólo hay una: «educar a la población», porque ella es partidaria de que el arte sea disfrutado por el gran público. Únicamente sería partidaria de hacer réplicas de las esculturas más valiosas, entre ellas «las de Ponzanelli, sobre todo porque las nuevas tecnologías facilitan esa labor» y son obras que estaría mejor guardadas en los museos.

Lo que sí podría mejorarse es el trabajo de restauración de algunas piezas. Según dice, «en pintura se trabaja mejor», pero en escultura hay casos sangrantes como el de la «Flora». Apenas salva de la quema la restauración que se hizo del «Tritón» y de la «Palas Atenea» de Roca Cerdá (Avenida Blasco Ibáñez), que es la única obra de cerámica de la ciudad.

Un poco de planificación global, de protección y restauración, es, por tanto, lo que le falta a este patrimonio escultórico público. Dejar que se siga deteriorando es el peor atentado, considera de las Heras.