Cuando cumplía 1600 años que a un primer asceta cristiano le dio por retirarse al desierto a vivir su religiosidad de espaldas al mundo, inventando con ello la vida eremita; y 500 que a otros, reunidos en comunidad bajo distintas reglas en conventos erigidos en bellos parajes naturales, surgieron en Valencia mujeres que idearon otra manera más original y sencilla de vivir la suya: el «emparedamiento». Y es que, también el pueblo valenciano en el aspecto religioso, como en el artístico y cultural, se ha mostrado siempre creativo a lo largo de su historia. El «emparedamiento» llegó a ponerse de moda en el siglo XVI, llamado de oro del poderío español, del que alguien escribió que si había algún lugar interesante en la tierra, ése era España.

Se trataba de unos pequeños retiros entre cuatro paredes, ubicados en el interior de los propios domicilios, donde se encerraba de por vida una mujer „a veces hasta cinco„ para dedicarse a la oración y contemplación mística. Rara vez salían a la calle. De ordinario, jamás. La gente las conocía por «las emparedadas», alcanzando fama en nuestra ciudad las de San Andrés, Santa Catalina, San Esteban, Santísima Cruz y San Lorenzo; ya que eran así llamadas porque su retiro estaba junto a estas iglesias. Y en pueblos, sobresalían las de Onda y Bocairente.

Sin embargo, esta forma religiosa de vida no siempre contó con la bendición de la autoridad eclesiástica. Así, el arzobispo Pérez de Ayala (1566) llegó a prohibir que los sacerdotes fueran a sus casas a celebrarles misa y administrarles los sacramentos si no era en caso de su muerte. Mientras que el Patriarca arzobispo Juan de Ribera (1569) no tenía inconveniente en visitarlas para interesarse por su estado y tomarlas declaración de obediencia a la Iglesia. Consta en acta de una visita pastoral a la iglesia de San Lorenzo.

Todas las «emparedadas» alcanzaron gran popularidad; pero quizás la joven Inés Pedrós Alpicat, conocida por Inés de Moncada, concentró el mayor interés de la gente por su historia que se prestaba a todo tipo de leyenda. Porque había huido de su casa para vivir en una cueva del monte de Porta-Coeli, pero simulando su sexo vestida de hombre. Veinte años duró su retiro, hasta que murió. Otra «emparedada», Inés Soriana, fue la fundadora del convento de San Gregorio de la calle de San Vicente. Y Juana Zucala del monasterio de Nuestra Señora de la Misericordia, próximo a la calle de Quart, donde el Patriarca arzobispo San Juan de Ribera estableció a las monjas descalzas agustinas bajo la advocación de Santa Úrsula. Y también era «emparedada» Margarita Agullona, luego monja franciscana, cuya religiosidad admiraron santos como el mismo Juan de Ribera, Luis Bertrán y Nicolás Factor. Tuvo su retiro en la calle de las Damas hasta su fallecimiento en 1600, siendo enterrada en el convento de los Capuchinos de la calle Alboraya hasta que San Juan de Ribera inauguró su Real Capilla del Corpus Christi de la calle de la Nave en 1605; trasladando a ella los restos donde permanece su sepultura, próxima al altar mayor.

Esta forma piadosa de vida de las mujeres «emparedadas» subsistió hasta la invasión francesa de España en los comienzos del s. XIX, que conmocionó todo el mundo religioso español. En lo material, con el saqueo de iglesias y conventos; y en lo espiritual, anegándolo de las nuevas ideas racionalistas. No quedando entonces a las «emparedadas» de Valencia más remedio, que agruparse en las llamadas terciarias franciscanas de la hoy calle del Arzobispo Mayoral. Pues había acabado su forma de vida, como también había llegado a su fin la edad de oro de la espiritualidad española.