No le gustaba mucho que le llamaran el «maestro de los arquitectos», aunque había formado a varias generaciones de ellos. Pero lo bien cierto es que Juan José Estellés vivió entre dos siglos de arquitectura y urbanismo y fue testigo directo de las diferentes Valencias que la arquitectura o la ausencia de criterios arquitectónicos, en algunos momentos, iban dejando en la ciudad.

Una ciudad que a él le preocupaba, como reconocía, y cuyo pasado recordaba con cierta nostalgia. Él sí tenía un modelo de ciudad, de Gran Valencia, como la definía. Aquella que incluía la huerta dentro de un gran cinturón. Pero también reconocía que a partir de los años cincuenta los planes urbanísticos se habían sacrificado a la construcción como negocio y no a la solución de la vivienda o la urbe.

Y así, por ejemplo, recordaba en pleno debate ciudadano sobre el Cabanyal que éste había perdido hacía muchas décadas su personalidad con ensanches y fincas de seis pisos. Creía en una ciudad que debía crecer por las zonas altas de Burjassot y Godella y, al mismo tiempo, solucionar su relación con los poblados marítimos. «Valencia sería más interesante si se hubieran estudiado sus cambios», manifestaba sin dudarlo en una entrevista con este diario coincidiendo con el homenaje que le dedicaban los arquitectos en 2009.

Aún así, la consideraba una ciudad interesante con buenos rincones y geniales edificios, como la Plaza del Mercado, la Lonja, los Santos Juanes, el Mercado Central, el Ayuntamiento de Valencia, la Estación del Norte, el Mercado de Colón, rincones del Carmen o el rehabilitado teatro romano de Sagunt, proyecto de Grassi y Portaceli, que dirigió.

Se definía como un arquitecto cuyas obras debían tener como lema unas condiciones de «racionalidad, competencia y respeto a los problemas planteados». Su idea era que la arquitectura debía resolver los problemas sin añadir extravagancias. Por ello, no le gustaba la arquitectura espectáculo, la de aquellos arquitectos que sólo están interesados en crear iconos mediáticos y cuyos proyectos, afirmaba, no influirán demasiado en la Historia. Aún así, respetaba en profundidad la obra de Norman Foster y la de otros contemporáneos. Al fin y al cabo, todos ellos habían hecho algo interesante.

Estellés era un racionalista que admiraba a Demetrio Ribes, Paco Mora, Mies van der Rohe, Rudolf Michael Schindler o Giorgio Grassi, como confesaba, y estaba enamorado de ese discreto pero elegante edificio de la calle Cirilo Amorós de Valencia, herencia de la Escuela vienesa y conocido como el edificio Ferrer.

Autor de obras como el edificio Santo Tomás de Villanueva, el Centro de Rehabilitación de Levante, el propio estadio del Levante UD, incluido aquel bocado del graderío, donde le hicieron «una faena» por culpa de la falta de acuerdo con el propietario de un huerto anexo y cuya primera idea de los promotores era alzar una plaza de toros en el solar, Estellés era un gran conversador. Y un hombre vitalista. Amigo de sus amigos de toda la vida. De tertulia, comida en fecha fija y sobremesa. Cambió tener una amplia obra con la que ser hoy más reconocido por la docencia en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Valencia. «La docencia me ha resuelto la comunicación con las generaciones más jóvenes y me ha permitido continuar aprendiendo. Cuando eres profesor todo lo lees con otros ojos», confesaba para lamentarse de que Valencia no hubiera podido consolidar una propia escuela de sello identificable, aunque se intentara, ya que los arquitectos valencianos han sido grupos que no iban por la misma dirección.

Estellés sí deja escuela, aquella cuyos miembros todavía piensan que «la arquitectura hace al hombre, su hábitat y ante todo asume una responsabilidad».