Arquitectura Urbana
Plazas, placitas y chaflanes
El arquitecto Alberto Peñín repasa la «incapacidad» de Valencia para acondicionar grandes plazas como espacios públicos
Alberto Peñín
No hemos tenido suerte con las plazas. Ni con la más antigua de la Virgen (quizá la mejor plaza de Valencia) por demasiado monumentalizada, ni con la de la Reina, con cinco manzanas derribadas para obtener un descampado urbano, ni, mucho menos, con la que podría ser la más representativa, la del ayuntamiento, que es una encrucijada de circulación rodada con rotonda central para disparos de fuegos artificiales. Valencia carece de plazas concebidas como espacios públicos para pasear, sentarse, conversar, tomar una copa, celebrar o reclamar colectivamente cualquier cosa.
Habría que hablar alguna vez de esta nuestra incapacidad en acondicionar nuestras grandes plazas como espacios públicos, olvidando la prioridad del tráfico rodado o de la «postal urbana» que nos tiene aún dominados. Algo intentamos en esta línea allá en los 90 desde el Colegio de Arquitectos (con la Plaza de la Reina, concurso y proyecto por medio), sin éxito. Porque, por si se nos olvida, el jardín del Turia o la Alameda, no son, a pesar de su trascendencia urbana, unas plazas.
A menor tamaño, sin embargo, hemos conseguido disponer en los últimos años, en Valencia, de algunos lugares de encuentro locales, de barrio, que han generado una agradable vida urbana (Doctor Collado, Nápoles y Sicilia, Beneficencia, Manuel Granero) y que se suman a las pequeñas plazas mayores de las poblaciones de Campanar, Benimaclet, Cabanyal, etc.), sin olvidar lo que representan hoy para esta función el Mercado de Colón (¿o mejor plaza de Colón?) y más recientemente la Plaza Redonda. Plazas pequeñas, amables, placitas llenas de gente a todas horas, muy en la tradición mediterránea.
No voy a tratar hoy, a pesar de su clara relación, la red ciclista ni la movilidad peatonal, de los pasillos y escaleras de esta casa de todos que es la ciudad, sino de sus salas de estar, de estos remansos urbanos tan importantes que llamamos plazas. Aún más, quiero citar en este texto, especialmente, otros tipos de espacios públicos, casi mínimos, espontáneos, que nos caracterizan y nos sirven en este cometido, los chaflanes. Y resaltar nuestra habilidad en hacer de ellos, de las encrucijadas y resquicios entre edificación, espacios públicos llenos de vida urbana al aire libre: haciendo de la necesidad, virtud. Ha contribuido, desde luego, la ley antitabaco para ocuparlos, pero el hecho es muy anterior. No hay más que pasear por nuestras calles, para encontrar casi sin querer y con muy pocos mimbres, lugares entrañables con terrazas, bancos y gentes de todas las edades, hablando de la prima de riesgo, del nuevo programa de la tele, del fútbol, de las últimas medidas municipales o del último ajuste del Consell.
La ciudad es, lo sabemos, el gran escenario de la actividad urbana (de sus gentes), en la que los espacios públicos hacen de aglomerante y vitalizador, y, son, a pesar de que cambian permanentemente „edificios y vacíos„ sus lugares de encuentro y señas de identidad. Una plaza sin gente puede ser un espacio abierto o un espacio icónico, apto para fotografías y publirreportajes de nuestra ciudad o sus monumentos, pero es un espacio urbano banal y no puede considerarse espacio público. Con ella es otra cosa.
No hay recetas para diseñar un buen espacio público, puesto que hablar de disponer de aceras amplias o de arbolado, no es sinónimo de éxito en el intento. El simple aumento de dimensión de las mismas, como es el caso de avenidas y otros lugares de paso renovados, no es suficiente para constituir un espacio público, como se aprecia en muchos nuevos barrios, o en las mismas grandes vías, avenidas de Aragón y de Blasco Ibáñez, nuestros bulevares.
Pero los chaflanes, generalizando su nombre, como hueco mínimo sobrevenido entre edificaciones de casco urbano, ensanche o pastillas de edificación, en una ciudad llena de ellos como la nuestra, son parte de esa otra cosa. Son, en muchos casos, «plazas-chamba», ya que se producen al margen de cualquier pretensión urbanística de cumplir dicha función. Son un producto de las «esquinas-corners» que Solá Morales reivindicaba en la exposición del Fórum de las Culturas («Cantonades», 1994). Tengo un gran aprecio por estos espacios públicos de encrucijada, no planeados, imprevistos, pero vivos y numerosos pegados a la edificación, de la que parten.
Tienen las placitas y chaflanes unas condiciones físicas determinadas (desde luego precisan un espacio mínimo) y, sobre todo, tienen actividad en su entorno, vida social entre los edificios que los conforman, como decía Jan Ghel. Mejores cuanto más variedad de usos y mezcla de usuarios dispongan; cuantos más viviendas y bajos comerciales los abracen. Y mejor ciudad consiguen, cuantos más de ellos terminen de cuajar como espacios públicos y cuanto más repartidos estén por todos los barrios.
Hay que añadir inmediatamente que no es precisa una arquitectura de relumbrón a su lado, lo que en demasiados casos ha resultado contraproducente. Puede ser anónima o de autor. Sólo es preciso que sus componentes sean edificios vivos, y que, en su aspecto, ayuden „como telones de fondo„ a reconocerlas y sentirlas nuestras.
Tampoco es preciso que el espacio público tenga una determinada forma. Incluso hay casos (Manuel Granero, Viriato, San Vicente...) en que la plaza es una extensión de los edificios y sus plantas, una extensión de los mismos para uso colectivo y público, con o sin vallas de separación, como en Nueva York es el Rockefeller Center, uno de sus mejores espacios públicos, nacido en la encrucijada de los grandes edificios que lo contornean, o en Paris el Centre Pompidou-Beaubourg, con su acogedora y siempre activa placita adjunta.
En Valencia, somos un pueblo que ama la calle „nuestra temperatura, además, nos lo permite„ y que vierte tradicionalmente en ella, alrededor de una mesa de cafetería o un banco, sus preocupaciones o alegrías. Como digo, a falta de plazas y con unas pocas placitas, hay ganas o necesidad de ocupar estos espacios perdidos en la calle que son chaflanes y esquinas a poco que sus características lo permitan. No hay más que ver lo fácilmente que se han transformado en lugares de convivencia al mínimo impulso público realizado, tras una reurbanización de calles o una ampliación de aceras. Recordemos casos concretos: en el Cabanyal (paseo marítimo), Carmen (calle Alta-Caballeros), Russafa (Puerto Rico-Sueca), Ensanche (Conde Altea-Salamanca, Conde Altea-Cadarso, Cervantes-Gran Vía), Benimaclet (Emilio Baró-Doctor Alexandre) y otros barrios en los que decenas de antiguos cruces, se han transformado en espacios públicos («plazas-chamba»), llenos „como decía„ de gente a lo largo del día. Junto con las placitas son nuestro repertorio de espacios públicos.
¿Por qué no acometer en Valencia, como hicieron hace años en Copenhague («Action Plan for urban spaces», 1994) o en Sevilla (años 1995-98), una apuesta urbana por nuevos espacios urbanos, por áreas peatonalizadas, salas de estar que se llenen de gente conversando, tomando el sol o tomando el pulso a la vida, jóvenes, mayores y niños, conjunta o sucesivamente? Con presupuestos modestos, pero con ideas claras. No es difícil, a poco que se despeje el tráfico rodado por sólo alguno „o ninguno„ de sus lados, porque escenario urbano capaz tenemos y ganas de estar en la calle nos sobra. ¡Con un poco de mobiliario urbano y sol por aquí y un poco de alumbrado y pavimentado por allá, basta! Parangonando a Arquímedes, demos a la ciudad y a sus gentes un punto de apoyo y la cambiaremos a mejor, a más amable, habitable y compartida.
Hay magníficas publicaciones y escritos que recogen desde hace años este avance del espacio público en las ciudades europeas (Panerai y Mangin, Jordi Borja, Richard Rogers, Jordi Oliva, Jan Ghel, Solá-Morales o J. Miguel Cortés en la exposición del IVAM-2010 «Malas calles») y singularmente disponemos en nuestro país de estupendos ejemplos en Barcelona, Sevilla, Madrid, Vitoria o Santiago. Incluso hay quien establece el ranking de calidad de vida en función de la proporción de espacio peatonal por habitante.
Se pueden acometer estas pequeñas actuaciones en chaflanes y cruces de la Valencia ya construida y reforzar con este objetivo algunas reurbanizaciones iniciadas y que no han cuajado, o abordar, si es posible, nuevas placitas, aprovechando solares a reordenar o retiros obligatorios. La ciudad no es un museo, cambia y sirve a muchas personas y al mismo tiempo. Siempre hay que correr algún riesgo, porque hay conflictos de intereses sobre la ciudad, como ha sucedido y sucederá toda la vida, como sucedió con las primeras peatonalizaciones en Valencia (¿Quién no recuerda la polémica por cerrar al tráfico el paseo de Russafa y la calle Ribera?). Demos un paso adelante, porque, sinceramente, creo que vale la pena.
Por poner algún ejemplo, ¿qué mal haríamos cerrando totalmente al tráfico la calle Puerto Rico desde Cádiz a Cuba, generando un continuo urbano de sus tres plazas-chaflán y prolongando un itinerario sur-norte desde el nuevo Parque Central al Mercat de Russafa? O peatonalizando Jorge Juan, entre Sorní y Gran Vía, con Colón de plaza de referencia, como ya se hizo con Don Juan de Austria alrededor de El Corte Inglés y la malograda plaza de los Hermanos Pinazo.
Seguro que cada uno de los lectores tendría una propuesta similar para barrios uniformes, sin estructura urbana diferenciada y sin espacios públicos que conoce. En el primer o segundo Ensanche, en Benicalap, en Ayora, en la avenida de Francia?
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