Protagonismo perdido
Cazadores de vientos
Los nombres de vientos y su procedencia marcaron la Valencia agrícola. La Iglesia adquirió el monopolio de las veletas y con ellas coronaba las torres de sus iglesias

Cazadores de vientos
Carles Recio | valencia
Pedro Giménez ha reabierto la Sala Off con una obra original denominada «El Coleccionista de Vientos», con textos de Vicente Marco, producción de Esther Melo, y la dirección e incomparables coreografías de Toñi Forascepi. Narra la historia surrealista de un anciano, Krog, que recoge mágicamente los golpes de aire y los guarda en opulentas maletas quizás con la intención de que le ayuden a viajar muy lejos y evitar así la residencia geriátrica donde sus parientes quieren encerrarle. La trama forma parte un proyecto europeo que pivota alrededor de las canciones más populares, el «European Ministry for favorite songs». Intervienen Juan Peña, Carmen Díaz, Pedro Ruiz, Plata Bertasi, Omar Ruiz, Adán Menchón, Johnatan Montoya, Davinia Ruiz, Elena Valera y María Muñoz. Impresiona la foto del cartel, de Jordi Pla.
Los vientos han perdido parte de su protagonismo, excepto cuando derriban elementos urbanos como el desdichado accidente del Ateneo hace pocos días, pero eran un elemento muy importante en la Valencia tradicional, especialmente en la agrícola. Todas las partidas de la Huerta miraban muy atentamente las nubes y el movimiento de las mismas. Tanto es así que la lengua valenciana tiene unos nombres muy bien definidos para cada viento según su procedencia: Mestral, Ponent, Garbí o Llebeig, Migjorn, Xaloc, Llevant, Gregal y Tramuntana.
En tiempos medievales los autores de las cartas de navegación dibujaron la «rosa de los vientos» para que los navegantes pudieran manejarse en sus viajes marinos. Podíamos llamarlo «eolología». En tierra firme, los mensajeros de los vientos fueron las veletas. Conscientes de su importancia, la Iglesia adquirió en un principio el monopolio de las veletas y con ellas coronaba las torres de sus iglesias más principales. En el año 1903 el campanero Mariano Folch redactó el primer catálogo de veletas de la capital. Todas ellas pertenecían a las iglesias, pese a que algunas casas señoriales y otras burguesas ya habían hecho instalar en sus azoteas estos maravillosos artefactos.
Cada templo valenciano tenía su veleta concreta. En la de San Bartolomé un enorme dragón, dominado por el santo titular, enfocaba su cola en función del aire. En San Lorenzo colocaron una graciosa parrilla que aludía al martirio del santo. En San Andrés, un barco por haber sido pescador el apóstol. En Russafa, San Valero. En San Esteban estaba San Vicent Ferrer con su dedo imperativo. Igualmente esgrimía su dedo indice del brazo derecho el San Miguel sobre el Convento del Carmen. La Escolapía, un escudo escolapio con el nombre de María. Santa Catalina, una larga espada con la rueda de puntas afiladas y las dos palmas del martirio. San Nicolás una enorme mitra con un sable, recordando que allí fue párroco titular el que luego sería Papa en Roma.
La veleta más popular, sin duda, era «el pardalot de Sant Joan», en la plaza del mercado. Quería representar el águila del Apocalipsis que simboliza el evangelio juanino, pero su factura era muy burda y nunca le reconocieron categoría de ave imperial, calificándolo de simple «pajarraco». Moldeado por los artesanos Antonio Almela y Gregorio Ucell en el siglo XVII, sobrevuela el globo terráqueo y de su pico pende un tintero. La Lonja, edificio civil, no tenía una veleta ostentosa, pero su personalidad se afianzaba en las grotescas gárgolas que custodian sus fachadas. Sin embargo, cuando en 1914 los arquitectos Guardia, Soler y Viedma empezaron a diseñar el nuevo «Mercat Central» no se olvidaron de encargar en la cerrajería de Julián Concepción Ferrer, calle del Turia 130, una veleta de catorce metros, muy especial, que se convertiría en la más famosa de Valencia: la «Cotorra del Mercat».
La espiritual «águila» sanjuanina tuvo su contrapunto mundano en este ave tropical, plasmación de la vida material de la urbe. La «cotorra» alude a los chismes y conversaciones propios de un mercado popular, y particularmente incide en la afición femenina por los cotilleos. En los sainetes populares de los años treinta las conversaciones insidiosas entre el Pardalot y la Cotorra fueron antológicas, y en el año 1946 tuvo su máximo exponente en la famosa revista «La Cotorra del Mercat» de Paco Barchino y Leopoldo Magenti. Arrasaron con sus cientos de funciones en aquellos teatros de la calle Russafa que nunca volverán, y mucho menos con el 21 por ciento de IVA. Deseamos a la compañía Off que tenga idénticos éxitos y tantísimas representaciones con este cazador de vientos.
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