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El «capricho» de la condesa viuda

Los leones de Ripalda

La aristócrata quería que los felinos fueran totalmente distintos a las estatuas del Jardín de Monforte

Los leones de Ripalda

El palacio de Ripalda, criminalmente destruido en 1967, era un símbolo icónico de la Valencia romántica. Está considerado el bello capricho de la condesa viuda de Ripalda, María Josefa Caulín y de la Peña, aunque realmente el capricho de la aristócrata fue el arquitecto Joaquín María Arnau, a quien le encargó diversos edificios con el fin de disimular su comentada relación amorosa, un romance imposible formalmente por la diferencia de clases existente entre ambos. El otro gran emblema de este amor prohibido fue el pasaje de Ripalda, que afortunadamente todavía subsiste.

Los Ripalda, familia de origen navarro, tenía casa señorial en Valencia desde la Edad Media. Recordemos que todavía se mantiene el nombre de la calle de Ripalda en pleno barrio del Carmen, con un par de fallas de solera: Ripalda-Sogueros y Ripalda-Beneficencia-San Ramón que en su himno canta «mosatros som la falla millor del món». Al caer las murallas de la urbe se puso de moda que los aristócratas tuvieran una residencia estival en la huerta, y los Ripalda compraron su parcelita.

El palacio de Ripalda fue como un chalet que se quiso construir la condesa en el antiguo camino de la Soledad, que iba a la ermita del mismo nombre, en terrenos que actualmente ocupa la Alameda de Valencia, entonces denominada «el Prado». El lugar era de máxima comodidad, pues sólo tenían que cruzar el río y ya estaban en la «caseta».

Pero no era una simple «caseta». La marquesa quería una edificación diferente, que no se pareciera a ninguna otra de la capital. El referente más próximo era el palacete de los Monforte, que actualmente es de propiedad municipal y se utiliza para las bodas civiles.

El palacio y jardines de Monforte se habían construido como «l'Hort de Romero» en el año 1849. Su propietario era Juan Bautista Romero, cacique local que había ocupado todos los asientos políticos, desde diputado a senador vitalicio, consiguiendo además el título nobiliario de «marqués de San Juan».

Este aristócrata era otro caprichoso. Su mansión era envidiada en la ciudad, sobre todo cuando se supo que se había traído los mismísimos leones del palacio del Congreso de Diputados de Madrid.

El palacio madrileño había sido construido bajo el régimen parlamentario de Isabel II, y primeramente se habían colocado en su gran escalinata de acceso principal un par de farolas que horrorizaron a los diputados. Al retirar las farolas a alguien se le ocurrió colocar allí un par de leones como símbolo de la fiereza del imperio español. Pura ironía, porque dicho imperio acababa de derrumbarse.

Pero como las finanzas del país no estaban muy boyantes, los dos primeros leones se moldearon en yeso, a los que se aplicó una capa de metal para darles un poco de prestancia. Bastaron un par de lluvias para que aquellos leones quedaran desfigurados y deshechos.

Entonces se esculpieron un par de leones con piedra blanca de Colmenar que, al ser colocados en dicho lugar, resultaron ridículos por su pequeño tamaño. Inmediatamente los petulantes políticos volvieron a protestar y fueron retirados. Al final se encargó unos nuevos leones al escultor Ponciano Ponzano, «Malospelos» y «Benavides», que son los que actualmente allí se conservan, habiendo sido reproducido uno de ellos en una falla de la plaza del Ayuntamiento no hace muchos años.

Los leones pétreos, que a juicio de los críticos más parecían un par de perros rabiosos, fueron depositados en un almacén del Congreso, hasta que se decidió venderlos. Inmediatamente el marqués de San Juan lanzó una oferta de 3.500 pesetas y se los quedó, trasladándolos a su huerto de Valencia, donde todavía están, custodiando a las incautas parejas que se prometen amor eterno bajo el dictado del Código Civil.

Al plantearse las obras del palacio de Ripalda, a la condesa no se le escapó el detalle leonino. Ella también quería tener unos leones en su jardín, pero habían de ser unos leones diferentes tanto de los de Monforte como de los del Congreso en Madrid. Ella siempre quería ser original en todo.

Por ello pidió distintos bocetos a diferentes escultores de la ciudad. El modelo que más le gustó fue unos leones sentados muy orgullosos, absolutamente vigilantes y atentos, además de completamente diferente de los otros leones ya reseñados.

Cuando en 1967 la gran operación especulativa de la finca de la Pagoda borró del mapa el palacio de Ripalda, los herederos de la aristócrata se preocuparon, además de asegurarse varios pisos lujosos en ese edificio, de arramblar con todo el mobiliario y obras de arte del interior de la casona. Pero se les escaparon los leones, que fueron extirpados de su lugar por un capataz avispado que se los llevó a su chalet del Carambolo, en Chiva. Hace poco los nietos del albañil los volvieron a vender y fueron hacia un nuevo domicilio.

Aquí les traemos la foto de estos leones y su curiosa historia. Los leones de Monforte velan los matrimonios civiles, son muy formales; en cambio los leones de Ripalda todavía recuerdan los amores informales de una aristócrata y un plebeyo, son unos animales más entrañables y salvajes.

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