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Camals mullats

Cuando aletea el ayuntamiento

Cuando aletea el ayuntamiento

Después de tantos años, creyéndose imprescindible, lo despidieron. «No te preocupes, tiene que salir bien2, le dijo a su escéptica mujer mientras le acariciaba dulcemente la mejilla. Había cobrado el desempleo en pago único, su suegro había liquidado su cartilla de ahorros, convenció a algunos amigos para que invirtieran. Sería el mejor bar de los alrededores del nuevo Mestalla. El alquiler era caro. En 2008 abrió. Cuando oyó a su alcaldesa decir que Villar le había comentado que Platini le debía un favor y que la final de la Champions se jugaría allí, empezó a especular con qué equipos le convendrían más como finalistas. Arruinado y con deudas impagables cerró hace dos inviernos.

Nuestro ayuntamiento aletea constantemente, crea «efectos mariposa» sucesivos. Es inagotable. Son pequeños movimientos, apenas perceptibles pero de efectos grandiosos, enormes aunque a veces catastróficos. Normalmente bastan unas insinuaciones, unas palabras susurradas, y empiezan los cambios. En otras se presentan maquetas, se suministran datos, se traslada la fuerte convicción de que determinadas cosas van a ocurrir indefectiblemente. Y ocurren, o no. Nunca se pasan cuentas.

Es asombroso cómo hay aún quienes se esfuerzan en publicitar ventas de viviendas o alquileres, con el señuelo de «con vistas al Parque Central». Viene sucediendo desde hace décadas. Cada poco alguien te habla de la gran oportunidad que ha aprovechado, de la compra de un piso frente las portentosas vistas del prometido gran parque urbano. Años y años convencidos de que lo que hoy es un enjambre de vías de tren será algún día una suerte de Central Park neoyorquino. Algunos lo imaginan, incluso, con su proyectada esfera armilar.

Cada aleteo tiene consecuencias. En aplicación de esa peculiar teoría de la equivalencia de condiciones, adaptada al territorio municipal, pasan cosas tan sorprendentes como que se expulsa a personas vinculadas a la droga de barrios céntricos y éstas acaban en «las cañas» en Campanar. Los agricultores se asustan y malvenden su estimada huerta. Esa huerta la compran unos señores muy espabilados y, cuando allí empieza a expansionarse la ciudad con impresionantes infraestructuras, venden esos terrenos a precio de oro, y se vuelve a expulsar de allí a los drogadictos en una operación relámpago.

Habrá quienes decidieron esperar, para estudiar idiomas, a que estuviera inaugurada la nueva escuela oficial, o que compraron casa pensando que la línea 2 del metro les llevaría a su trabajo, o aquellos vecinos desalojados de los terrenos de la prometida ZAL que, incrédulos, comprueban que se fueron para nada.

No siempre el aleteo es malo. Que se lo digan a los que compraron una parte del edificio de Tabacalera, por una miseria, y se encontraron con que podían construir en las naves laterales y les premiaban con un edificio en la Plaza de América.

Estaba harta de buscar aparcamiento. Ella que se vanagloriaba de lo suertuda que era para aparcar, no podía más. Desde un coche le pitaron, bajaron la ventanilla y le extendieron un ticket de la ORA. Le explicaron que aún les quedaba media hora y se lo regalaban con el sitio. Nunca se le había ocurrido regalar los minutos sobrantes y desde ese día nunca dejó de hacerlo. Una vez el receptor del ticket le pidió su teléfono y alocadamente se lo dió. Con él pasea ahora al hijo que tienen juntos.

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