Seguramente el 13 de junio terminará oficialmente el mandato de Rita Barberá en la ciudad de Valencia. En esa fecha, la que para muchos ha sido «la alcaldesa de España» saldrá del ayuntamiento para entrar en la historia. Nunca en democracia un alcalde del «cap i casal» ha estado 24 años al frente de la ciudad, lo que la convierte en uno de los personajes más relevantes del último siglo. Le ha sobrado, eso sí, la última legislatura, la que le ha hecho caer estrepitosamente en las elecciones del pasado 24 de mayo y a manos de uno de los políticos con los que peor relación tuvo, Joan Ribó.

Fue el 5 de julio de 1991 cuando Rita Barberá, economista y periodista de profesión pero política de raza y de vocación, accedió a la alcaldía de Valencia merced a un pacto con el entonces líder de Unión Valenciana, Vicente González Lizondo. Era, ya entonces, un pacto de minorías, pues las elecciones las había ganado el Partido Socialista.

En aquellos años noventa Valencia no era la que hoy conocemos. Aunque los socialistas, primero con Ricard Pérez Casado y luego con Clementina Ródenas, habían puesto la ciudad en marcha y sentaron las bases de su desarrollo (el Plan General de 1988 aún está vigente), había mucho por hacer.

Fueron, por tanto, años muy centrados en la calle. Había barrios como Benimaclet o Benicalap que no tenían alcantarillado; a la Font d´En Corts no llegaba el agua potable; los poblados marítimos se inundaban cada vez que los cielos se abrían; y la limpieza era una asignatura pendiente que se aprobó con la primera gran contrata municipal (36.000 millones de pesetas), una contrata que daba paso a las políticas neoliberales y las privatizaciones, muy del agrado del empresariado, que ya nunca abandonaría a Barberá.

Ese intenso trabajo se saldó cuatro años después con la primera de las cinco mayorías absolutas que cosechó la alcaldesa. Eso le permitió seguir avanzando en su proyecto de ciudad, concretado en la Piscina Valencia, la Depuradora de Pinedo, el conservatorio José Iturbi, el Palacio de Congresos, el Biopac, la Tabacalera y un sinfín de dotaciones públicas que al final del «reinado» sumaban ya más de mil. De 4 a 50 centros de mayores hemos pasado en este periodo.

En paralelo, el carisma de la alcaldesa crecía. Su cercanía calaba en la gente. Sus saltos en el balcón del ayuntamiento, las intensas batallas de flores, las llamadas a las falleras etc. dejaban imágenes que ya forman parte de la historia de esta ciudad.

Y con todos esos mimbres, comenzó la etapa de esplendor absoluto. Las monumentales obras de la Ciudad de las Artes y las Ciencias ya habían ido conformando a lo largo de los años 90 el «sky line» de la ciudad, desarrollo que se completaría en los primeros años del nuevo milenio. De hecho, ahí nace el sentido megalómano que impregnó esta etapa. Con la persecución incansable de la Copa del América comenzaba la era de los grandes eventos, que tuvo su punto álgido en 2007 con la celebración de la más importante competición de vela del mundo.

Además, cuando el eco de aquella competición se apagaba, la Fórmula 1 le dio el relevo. Se pasó de aclamar a Bertarelli a vitorear a Ecclestone, que en 2008 forzó un «circuit» en la Marina Real cuya vigencia se mantendría hasta 2012.

Pero el ocaso de esta competición, víctima de sus propios errores y del impagable canon (38 millones de euros) que lastraba a la Generalitat, era también el de los grandes eventos. Marcaba el fin de una etapa en la que la abundancia primó sobre la prudencia. Sin que la alcaldesa se diera cuenta, la ciudad se había metido en una burbuja similar a la que sufrió todo el país, pero con sus propias peculiaridades. El frustrado estadio de Mestalla, todavía en el armazón, es todo un símbolo, como lo es la Marina Real Juan Carlos I, que sigue sin vida y engrosando deudas desde la última regata de la Copa del America.

A eso se unió una brutal crisis económica que lastró la construcción y la economía productiva de la ciudad. También la de la Generalitat, en manos del PP, y la del Gobierno, en manos del Partido Socialista. Ya no era posible sacar adelante los grandes proyectos, ni los históricos, como el Parque Central, ni los nuevos, como la Marina Real. Tampoco atender a los barrios, pues la deuda municipal era de las mas altas de España y el pago a los bancos minimizaba las inversiones.

Lealtad al partido

Barberá encontró entonces la excusa perfecta para todos sus problemas: la marginación a la que les sometía el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Aunque en el año 2010 ese gobierno trajo el Tren de Alta Velocidad a Valencia, responsabilidad suya era la paralización del Parque Central, el corredor mediterráneo, la Marina Real y, por supuesto, el Plan del Cabanyal, la gran obsesión de la alcaldesa finalmente frustrada por el Ministerio de Cultura, los tribunales y la tenacidad de los vecinos.

Ese discurso y la crisis económica que cercaba al Gobierno socialista le permitió a Barberá afrontar las elecciones municipales de 2011 con todas las garantías. Había dudas sobre si se presentaría después de 20 años de mandato y un horizonte complicado, pero lejos de emprender una renovación en el partido, se presentó de nuevo con el convencimiento de que la inminente llegada del PP al Gobierno de Madrid cambiaría el rumbo de las cosas. Y efectivamente, sacó una nueva mayoría absoluta, pero sus pronósticos no se cumplieron.

El Gobierno de Mariano Rajoy, centrado en sacar a España de la crisis, no atendió ninguno de sus planes y su último mandato transcurría en medio de una parálisis total. Tampoco supo o fue capaz de denunciar esa «marginación» públicamente, primando la lealtad de partido por encima de la ciudad. Sus acuerdos de última hora ya olían inevitablemente a promesas electorales.

Para colmo, en los últimos meses la corrupción cercó a la hasta ahora indemne alcaldesa. Su vicealcalde, Alfonso Grau, tuvo que dimitir por el caso Nóos; en los tribunales avanzan los casos Emarsa, Feria Valencia, Fórmula 1 etc. Y en plena campaña electoral saltaron las facturas de sus gastos personales y las comisiones de su concejala y amiga María José Alcón.

Era evidente que su tiempo se había acabado, pero entonces Barberá sacó su pundonor y, aupada por el propio Rajoy en un enigmática conversación en Moncloa, se presentó una vez más. «No soy una rata que sale huyendo», confesó a este periódico. Así que afrontó unas elecciones que irremediablemente perdió. Fue la más votada, pero quedó lejos de la mayoría de izquierdas que venía fraguándose tiempo atrás. Era demasiado tarde. Su retirada era antes. Ahora otra coalición la sustituye, como ocurrió en 1991. Su peor enemigo político continuará la historia.