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La trastienda

El placer de las pequeñas cosas

El placer de las pequeñas cosas

Hace exactamente dos semanas un buen amigo me invita a acompañarle a ver un concierto, a priori, muy original. Son tiempos de nuevos formatos, de iniciativas que se salen del guión habitual. Cosas de la ilimitada inventiva del ser humano, desde el punto de vista más positivo y creativo. La cita, en la azotea de un hotel, en plena Avenida de Francia, a las ocho de la tarde. Si, esa nueva zona de Valencia plagada de pisos, restaurantes y comercios.

El abrasivo calor a pie de calle nada tiene que ver con la brisa que corre arriba, una vez nos hemos instalado en el exterior del duodécimo piso. La temperatura combina a la perfección con una vista espectacular de la ciudad. Es este el primero de varios eventos, con artistas de cierto renombre, que aceptan ese vis a vis con un público escaso pero entregado. Es la gracia del asunto: el músico se enfrenta a sus fans solo, sin más compañía que una guitarra acústica para defender sus canciones. Valencia ya es una más en una iniciativa que se desarrolla en varias ciudades del país, y que poco a poco va tomando mayor repercusión, pese a su pequeño formato o gracias a él, que lo hace verdaderamente exclusivo. Según se mire.

Haciendo tiempo cuento cabezas y me siento un privilegiado: no somos más de cien en ese curioso e improvisado recinto. Es precisamente durante el último tercio del concierto cuando el cielo rojizo cubre Valencia a ritmo de acordes y canciones mientras anochece. Es ese el momento más mágico y especial. El músico, ya metido de lleno en su papel, da la sensación de pasarlo en grande, a pesar de su habitual registro en salas y equipos mayores. El pasado domingo por la tarde, una vez disipadas las dudas de la pereza, termino por autoconvencerme del plan ya programado días antes. Llego a la Plaza Xúquer, aquella que tuvo otra vida nocturna mucho más efusiva y nerviosa en otros tiempos. Me vienen imágenes de mi adolescencia, recuerdo los pisos de estudiantes y las terrazas llenas de bullicio durante horas. Siempre viva, siempre hirviendo. Llego al pequeño local donde un músico brasileño, afincado en Madrid y también de cierto renombre, va a presentar, solo con su guitarra clásica, los temas de su nuevo disco.

Llama la atención cómo ha afectado la crisis al gremio. Tal artista, en otro momento, elegiría un local de mayor aforo y se hubiera arropado de músicos de su confianza, que, además, daría más fidelidad al trabajo presentado. Pero algo mágico sucede. Desde el comienzo, vive con la misma pasión cada acorde, cada nota de voz que ejecuta, interactuando con el público y sintiéndose, posiblemente, mucho más músico que en otro contexto. Y su gente lo agradece. Muchos nos miramos a sabiendas de estar viviendo algo único y especial. Por un momento, desde mi posición, miro hacia la calle y veo cómo anochece. La gente pasea ajena a lo que ocurre dentro del garito y una farola cobra protagonismo, sencillamente por la ausencia de luz natural, pero la imagen y lo que escucho congelan el momento.

Vuelvo a casa pensando en esa Valencia de las pequeñas cosas, donde se puede valorar algo por su peso artístico y emotivo y no por su magnitud espacial, donde la calidad no se mide por el número de entradas vendidas o el recinto en cuestión. Me pregunto si la música, como pasa paralelamente en nuestra sociedad, volverá a tener clase media o seguirá ese abismo entre los pequeños y los que lo mueven todo. Me pregunto si los consumidores medios, aquellos no precisamente melómanos, pensarán o no en ese sentido. Sea como sea, esas dos noches especiales siguen vibrando en mi retina, y ya no me las quita nadie. Por pequeñas que fueran.

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