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Camals mullats

A veces, el tamaño importa

A veces, el tamaño importa

Cuando le parecía que una situación no tenía salida se sentaba en un banquito de las Torres de Serrano. Ese día recordó la frase de Sherlock Holmes que tanto le había impresionado hacía muchos años, «cuando se ha eliminado lo imposible, por más que sea improbable, debe ser la verdad». La bandera que colgaba de las Torres era inmensa y se entretuvo mirando los malabarismos de los que buscaban el encuadre perfecto de pareja, Torres y bandera. „ Demasiado grande, dijo uno de los paseantes, No sale bien la torre„.

Ni muy grandes ni muy pequeñas, así deben ser las ciudades. Las muy grandes tienen demasiados inconvenientes; distancias largas, transporte caro y segmentización excesiva de actividades las convierten en demasiado incómodas para vivir. Madrid y Barcelona son muy atractivas pero se vive mejor en una ciudad del tamaño de la nuestra. Allí, cada poco, surgen barrios de moda, de esos que desplazan a sus moradores iniciales, que se homogeneizan a golpe de franquicia y que se encarecen con la llegada de nuevos moradores de nivel adquisitivo más alto. Gentrificación le llaman a eso y turistización a la llegada masiva de turistas acogidos en hoteles boutique, youth hostels o apartamentos turísticos comercializados por internet. El desarraigo y el aislamiento acechan a sus desconcertados vecinos, que huyen a barrios más asequibles.

Los que saben de estas cosas dicen que el tamaño ideal de una ciudad es aquella de cerca de medio millón de habitantes. Bristol está enfrascada en la aventura de encontrar la fórmula de medir la felicidad de sus habitantes. Se llama «proyecto ciudad feliz». El promotor de esta idea, el urbanista canadiense Charles Montgomery, autor de «Happy Cities», reivindica los espacios para hablar y para el encuentro.

Diversos estudios revelan que en nuestras ciudades la mayoría de habitantes no se relacionan con gente de otra generación, que una parte muy importante de ellos no realiza ningún ejercicio físico, muchos no tienen el más mínimo vínculo con su barrio y no son pocos los que no tienen a nadie con quien hablar de asuntos personales. Hay que empezar la revolución que nos coloque en la senda de la felicidad urbana. Valencia tiene condiciones para luchar por ser «ciudad feliz». Busquemos trabajo, cultura, educación, salud y espacios idóneos para convivir. Si en Bristol animan a sacar los sofás a la calle unos domingos especiales, pues nosotros sacamos las sillas, como hacen en algunas zonas de Benimaclet, Cabanyal o Patraix. Los agentes de felicidad de Bristol se afanan en insistir a sus vecinos sobre las claves del bienestar: «conecta, aprende, sé activo, aprecia, contribuye». El tamaño importa y da la casualidad de que tenemos el ideal. Cómoda, llana, con buen clima, buen transporte público, Valencia tiene ya mucho ganado en esa felicidad ansiada, la de la normalidad. Pagó gustoso cada euro de la carrera con el taxista cubano. Su conversación era agradable, no invasiva. Sugería, no pontificaba y contestaba más que discurseaba. Decía tener dos carreras, reconocía el gran trabajo social del gobierno cubano pero echaba pestes del régimen económico. Decía que sin ilusión por progresar económicamente nada es posible. Andaba esperanzado con la carrera como jugador de beisbol de un sobrino. „ Lo malo de Cuba es que es chiquito, chiquito, y siendo así, todos nos pisotean, acabó diciendo„.

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