Buena parte de los enterrados en las tumbas más antiguas del Cementerio General nacieron aún en el Siglo XVIII. En el mejor de los casos, tendrán descendientes vivos en sexto grado -los llamados «bichoznos»- bien entrados en años. Muchos de ellos puede que hasta desconozcan la existencia del antepasado. Es lo que queda de lo que fueron personas con alegrías, penas y sentimientos y que ahora reposan en el reverso de la fachada principal del Cementerio General. Los miles de personas que acuden estos días por el camposanto pasan rápidamente por su lado y, en el mejor de los casos, sólo algún curioso trata de descifrar la cada vez más ilegible caligrafía de sus lápidas.

Si en un enterramiento actual prima la concisión, con apenas un nombre, dos apellidos y un par de fechas, aquí cuentan historias y sentimientos. Un sucinto relato autobiográfico que, mientras el paso del tiempo lo permita, seguirán contando un retazo de la historia de unos seres cuyo recuerdo se pierde irremisiblemente conforme las letras se van borrando. Las inclemencias del tiempo erosionan cada día un poco y, de año en año, se va perdiendo el relato.

Son personas que murieron a partir de 1820, cuando Fernando VII seguía avergonzando con su propia existencia y después de que las tropas napoleónicas hubiesen retrasado el crecimiento del cementerio general que, inaugurado en 1808, quedó convertido inicialmente en caballeriza para las tropas imperiales.

Nobles, militares, catedráticos...

Hay una cuestión que destaca poderosamente: los allí enterrados no eran cualquier cosa. Se arraciman nobles, militares, maestrantes, académicos, consejeros, consultores, catedráticos, abogados y damas de condición. El campesino o el simple ciudadano quedaba relegado a la fosa común o a la tierra del cementerio parroquial. De hecho, estos nichos fueron los que permitieron ir sufragando el crecimiento del camposanto. Ninguna foto les identifica. Entre otras cosas, porque el arte de Daguerre acababa de nacer cuando fueron enterrados los primeros. Ese nivel permite encontrar personajes que luego aparecen en la bibliografía. El Joaquín Guerau, barón de Zenija y capitán retirado que aparece en esta página, casi escogido al azar, fue un concejal de talante absolutista y antifrancés.

Son las lápidas las que hablan por ellos. Y recuerdan quienes eran, merced a la costumbre de la época de convertirlas casi en una gacetilla. Son tiempos del Romanticismo y bajo ese prisma debemos mirar aquellos sombríos enterramientos.

«Grande de Primera Clase»

Para algunos de los finados, los honores conseguidos en vida quedaban marcados para la eternidad. Como los de Mariano Candel, «vocal perpetuo de la Junta de Comercio. Condecorado con la Cruz de Distinción, concedida a los vocales de las juntas provinciales». O José Antonio de la Cerda y Marín, que además de ser Conde de Parcent se indica que era «Grande de España de Primera Clase».

El honor también es esencial, como la trayectoria del coronel Bernardo Fernández Villamil, «gobernador del Nuevo Reino de León, religioso constante, fiel al rey y a la nación». El rango militar siempre es reconocido en esta época, como en la sepultura de Miguel Camacho, Barón de la Llosa y «teniente coronel de caballería». Todos los galones se incluían. Como los de Carlos Roca y Pertusa, «capitán de las Reales Guardias Españolas, Caballero de la Ynclita y Militar Orden de San Juan de Jerusalén. Académico de Honor de la Real de San Carlos».

Los niños duelen ahora y dolían entonces, pese a que por entonces era una tragedia mucho más habitual. Una tuberculosis, una fiebre o una simple infección te cortaba la vida de cuajo. Por eso, María Teresa Novella, con 12 años, «voló su alma a recibir el premio de su inocencia» y Dolores Viola, a los 14 años, subió «el alma inocente y pura y su cuerpo reposa en este lugar. Fue honesta, amable, christiana, modelo de paciencia y resignación, virtudes que conservó hasta el fin».

Las enfermedades eran tan largas y dolorosas como ahora. Como la de doña Antonia Ruiz y de Casasús. «Sus naturales virtudes y su sufrimiento y resignación en la voluntad divina, particularmente en su última enfermedad, nos dexa con la piadosa creencia que el criador supremo cortó esta flor en temprana edad para coger el fruto de sus merecimientos en el eterno descanso».

«Tierno padre de familia»

Las gracias personales son la constante en esta época de sentimientos muy exteriorizados. Y no deja de llamar la atención el caso de Vicente Marzo. En una época en la que las relaciones paterno-filiales se medían muchas veces con la vara verde, se le reconoce ser un «ejemplar y tierno padre de familia», además de «conocido por su probidad», siendo la inscripción de este director de Arquitectura de la Real Academia de San Carlos un «justo homenaje a sus virtudes».

Algunas de las históricas lápidas se han sustituido por estridentes mármoles negros por nuevos enterramientos F. Bustamante

«Aquí yace el cadáver»

Cada época tiene sus modismos y su léxico. En esta primera mitad del siglo XIX era habitual la expresión «aquí yace». Son muchas los que indican que lo que yace es «el cadáver de...». Por ejemplo, el de Joaquín Gómez (siempre con el «Don» delante), quien fue «asesinado alevosamente en la noche del 27 de noviembre de 1826». También se puede leer que lo que reposan son «los últimos restos» y, en otros casos, «las cenizas». Otras sepulturas lo son «a la pía memoria» del finado, que pudo fallecer en «estado honesto», con «gratitud conyugal y filial». Si quien moría era el marido, como don Ramón Batlle, se le «consagra este eterno monumento su cara (querida) esposa». Y tanto que es eterno, como que ahí pervive, impasible al paso de los tiempos.

Las relaciones de pareja decimonónicas eran muy patriarcales. Y esto lleva a situaciones curiosas, porque ya no sabes si quien está enterrado es él o ella: «Doña Genoveva Beneyto, consorte que fue de Don Francisco de Laborda Pleyer, del Consejo de SM su Ministro, caballero comendador de la Real Orden Americana...». Otros destilan ternura por ellas, como la triple en la que está «el modelo de buenas madres, virtudes y bondad, a la benéfica protectora de su familia», que fue Rita Soler de Blasco. También están enterradas doña Teodora y doña Matilde Blasco, firmando la lápida «el hijo reconocido y los padres desconsolados».

Hay un aspecto que desentona en estas fachadas: aquellas que han sido sustituidas por los descendientes. Si hay lápidas que, siendo de primeros del Siglo XX, ya quedan estridentes, peores son los grandes bloques de mármol contemporáneo y negro que hacen daño a la vista. No hay ninguna ordenanza que exija mantener una mínima coherencia estética. Una verdadera antología del mal gusto, seis generaciones después.