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Polifacético

El espadachín de sueños

Armando Serra triunfó en el concurso de carteles de falla abriendo una nueva época en la plástica festiva

Armando con una de sus obras, siempre homenajeando las tradiciones y la cultura de Valencia.

­Armando Serra se retira de su tienda, emblemática en la calle Cirilo Amorós desde que la fundara su padre en la esquina con Russafa, siguiendo una tradición familiar artesana que inauguró su abuelo en la calle Cerrajeros en el siglo XIX. Primero dominaron el hierro, y luego la madera. En este ambiente nació Armando, en Burriana 42, allá por 1950, frente al antiguo Velódromo y el garaje Virauto. Fue párvulo en las Teresianas de Jorge Juan, en compañía del crítico Vergara, y luego alumnos en los Maristas de la calle Salamanca.

Los Serra nunca vendieron muebles, sino creatividad. Armando Serra Asensio se caracterizaba por dibujar unos modelos totalmente originales que luego los ebanistas plasmaban en madera. Eran épocas antagónicas a la actual, cuando una multinacional sueca nos impone idéntico mobiliario en todos los países del mundo, fabricando en serie lo que antaño fue artesano y único.

En 1957 la riada arruinó el negocio. Agua y barro destrozaron los tres sotanos de almacén y el emprendedor confesó a su esposa: «Mercedes, no tenim res». Los trabajadores empujaron al empresario: «Puge vosté a dibuixar i no se preocupe més» así levantaron la empresa, que al poco se trasladó al Pasaje donde sigue desde hace décadas.

Armando aprendió la lección. No había que rendirse nunca. Siempre surgía un camino. Tenía muy buenas dotes para el dibujo, al igual que su progenitor, y pensaron que hiciera arquitectura. Pero estaba destinado a hacer muchas más cosas. Cada tarde Armando perfeccionaba sus dibujos y estudiaba proporciones en el Club de Esgrima de Valencia. Las poses y los movimientos le inspiraban y le ayudaban a atrapar una realidad cambiante y rápida. Sin darse cuenta, él mismo estaba convirtiéndose en un espadachín de sueños.

En aquellos veranos en la Canyada, donde conoció a Elvira. Se casaron con la promesa de continuar siempre como novios y les salió bien, pues ya nunca se separaron y tuvieron cuatro hijos: Déborah, periodista; Greta, ingeniera industrial; Armando, publicista y Lourdes, casada en México y a punto de hacerle abuelo.

En 1964 Armando obtuvo su primer premio como dibujante en el «Bar Pilsen». Su padre le inculcó una máxima en la cabeza: «Desarrolla un estilo propio, que cuando vean tu obra no haga falta mirar la firma; que se te reconozca inmediatamente con u golpe de vista». Luego triunfó en el concurso de carteles de falla abriendo una nueva época en la plástica festiva. Su estilo son esos trazos de espadachín, verdaderos mandobles sobre el papel que luego se yerguen en un cuadro o en una falla.

Serra es el fallero antifallero, fecunda contradicción. Ama las fallas hasta el día quince de marzo, pero después aborrece su evolución. Lamenta que San José sea ahora una fiesta de carpas, que al fina la acaba pagando el artista fallero. Las comisiones se preocupan más de la carpa que del monumento. Ironiza con la posibilidad de dar premios a las mejores carpas.

Los premios son otra lacra. Que una falla sea buena o mala en función del veredicto del jurado es un absurdo, cuando además las votaciones nunca se justifican ni explican. Serra ha levantado muchos «cadafals», todos con su estilo inconfundible, y ha sufrido las hipocresías de los sabios que sonríen amablemente mientras clavan la puñalada por la espalda. Por ello no ha aguantado demasiado en las comisiones donde ha sido miembro, enseguida su huracán creativo provoca resquemores y envidias.

Pese a todo, es artista fallero a su estilo, y todavía está dispuesto a trabajar, aunque con presupuestos mínimos, para que no le exijan imposibles. Su primera fallita en 1970 para Convento de Jerusalén, ganó el primer premio. Está orgulloso de sus creaciones en el Campot de la Albufera, las levantadas en Obispo Jaime Pérez, la primera infantil de la plaza del Ayuntamiento que le encargó Pérez Casado o de la experiencia exportadora fallera en Florencia.

Su dinamismo festivo es antiguo. En los albores de la Transición fundó el Grupo de Mecha para reactivar la Procesión del Corpus. Nadie quería salir como personaje bíblico. Los cirialots se nutrían de borrachines y vagabundos que cobraban una soldada por desfilar. Gracias a la unión de grupo de entusiastas la «festa grossa» de la capital se salvó y se mantiene actualmente con una dignidad singular.

Armando y Elvi veneraron el Cristo de la Fe de la Canyada durante años, hasta que un día les ofrecieron ser clavarios del Altar de Sant Vicent. Así se reencontraron con el patrón valenciano, pues ya se habían casado en su presencia en la iglesia de Santo Domingo. A continuación se integraron en la Asociación de los Niños de la calle de San Vicente bajo el mandato magistral de don Antonio Mares, que falleció con casi noventa años y le recomendó fundar su propio altar para no chocar con las rígidas estructuras de los altares clásicos.

Así nació el Altar del Mercado de Colón, apoyado teatralmente en el colegio de los dominicos. Allí contó con colaboradores extraordinarios como el empresario navarro Joaquín Elizalde y su mujer Mariví, además de muchos amigos que aportaron su entusiasta ayuda. Hasta la Junta Central Vicentina reconoció los méritos de la familia nombrando a Elvira Honorable Clavariesa, que se destacó por el activismo social durante su reinado.

Armando ahora es «jubilata», pero sólo de la tienda. En su cocina, junto a una terraza espléndida y bajo la mirada asesora de Elvi, pinta y dibuja bellos cuadros collage. La impronta de la esgrima generosa y artística fluye. El espadachín de sueños sigue en activo.

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