Entre los edificios del Campus de Tarongers y la calle Serpis, la ciudad vuelve a incurrir en una de sus múltiples contradicciones. A un lado, el que está pegado a las aulas de los estudiantes, encontramos un pequeño jardín cuyo hilo conductor es una pérgola metálica, pero la zona verde se ve interrumpida por dos inmensos solares en los que, además, existen pequeños asentamientos chabolistas. En el camino que cientos de estudiantes realizan cada día, descubren lo mejor y lo peor del cap i casal, que en sus límites periféricos ha crecido de manera muchas veces desordenada.
El pequeño jardín situado junto a los edificios del Campus de la Universitat de València tienen un dibujo desigual, aunque se puede recorrer por completo siguiendo una pérgola metálica, en ocasiones cubierta por la vegetación y en otras dejando ver el esqueleto de hierro. Aunque es un lugar perfecto para desconectar y dejarse pasar el tiempo a la sombra de algunos de sus grandes árboles, produce cierta desazón que la zona verde se encuentre algo sucia, con numerosos restos de lo que fue un botellón, que no hace justicia con el paisaje y su trama. En todo caso, el jardín parece prosperar en los últimos tiempos con un mejor cuidado de sus plantas e itinerarios.
Todo lo que se puede llegar a disfrutar por los serpenteantes caminos del jardín se interrumpe de forma abrupta por dos enormes solares baldíos. Ni siquiera la maleza crece con fuerza. Tan solo en los encuentros con la zona verde se han contagiado de colores similares.
Sin embargo, lo que produce más tristeza no es el desolador aspecto de los solares, sino la presencia de pequeñas chabolas que ponen al día las desigualdades que se dan en un gran ciudad. Mientras los estudiantes acuden en busca de un futuro mejor, otros viven el presente con la mayor de las penurias, sobreviviendo entre cartones, maderas e improvisados refugios bajo la arboleda.
