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Acariciar a un tigre

Acariciar a un tigre

Núvol es un precioso gato de pelo gris y ojos azules. Es capaz de seguir a su dueña por todos los rincones de la casa. Maúlla desconsoladamente cuando la oye y no la puede ver. Intuye cuando va a volver a casa y espera pacientemente en el recibidor su llegada. Nada le gusta más que dormir la siesta sobre ella. Dàtil, es negro de pelo largo y ojos amarillos, es misterioso, independiente y algo desconfiado. Se deja acariciar solo cuando él quiere. Los amantes de las mascotas reconocemos que nos alivian cuando nos sentimos solos o tristes y que cuando llegamos a casa estresados, poder acariciarles es una bendición. Decía Víctor Hugo que «Dios creó al gato para ofrecer al hombre la oportunidad de acariciar a un tigre». Lo cierto es que poder acariciar a un gato ayuda a descargar malas vibraciones y eso resulta gratificante.

El culto al gato se inició sobre el 2.900 a. C., dedicado a la diosa Bastet, una deidad de la región del delta del Nilo. Tenía cuerpo de mujer y cabeza de gato, cuando se enojaba se convertía en un ser despiadado con cabeza de leona. En el antiguo Egipto los gatos eran considerados protectores de la familia por eso colocaban estatuas de gatos a la entrada de casa. Creían que el gato es el animal que todo lo ve, y que así podían impedir la entrada de espíritus malignos. Castigaban con la muerte a quien osara matara a un felino, y si el gato moría de muerte natural, le guardaban luto como si de un familiar se tratara, se afeitaban las cejas y lo momificaban junto a ratones, también momificados, su alimento para el largo viaje que emprendían al morir. En Beni Hasan, la antigua Bubastis, ciudad dedicada a la diosa Bastet, se construyó una necrópolis en la que se enterraron 300.000 gatos momificados, se convirtió en lugar de peregrinación. En 1859 unos desaprensivos arqueólogos ingleses descubrieron la necrópolis, pulverizaron las momias de gatos, y las convirtieron en abono que se utilizó para cultivar rosales en Inglaterra. En el Museo del Louvre de París todavía se pueden contemplar momias de gatos en sarcófagos policromados.

En la Edad Media la superstición popular espoleada por la exaltación religiosa, descargó su ira contra los judíos, las brujas, y también contra los gatos, a los que consideraron un animal maléfico. Se creía que las brujas podían convertirse en gatos. Poseer uno bastaba para ser acusado de brujería, y si el gato era negro, la condena era segura. Quemar gatos en la noche de San Juan y el día de Todos los Santos, se convirtió en una tradición y así se fueron exterminando casi por completo. Cuando en 1348 se declaró la epidemia de la peste negra que asoló Europa, la que causó la muerte de 25 millones de personas, la cuarta parte de sus habitantes, se observó que solo se mantuvieron relativamente a salvo, aquellos lugares donde los gatos habían sido respetados. Resultaron ser necesarios para luchar contra las ratas, responsables de la propagación de la peste.

Hoy en día la concejalía de Bienestar Animal de nuestra ciudad, está estudiando el Plan Colonial Felino, que propone la esterilización de cerca de 500 colonias de gatos que habitan Valencia. De esta manera se podrá evitar su superpoblación y se mejorará su atención y cuidados. Después de llevar más de 5.000 años conviviendo con nosotros es lo mínimo que podemos hacer por ellos.

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