¿Quien se acordará de nosotros dentro de 150 años? ¿Qué personas sabrán nuestra historia? Nuestro nacimiento, nuestras peripecias en el colegio, aficiones, viajes y pasiones. Amores y desamores. Cómo fue nuestra boda y lo que sentimos al ver nacer a nuestros hijos. ¿Qué sabrán de todo esos tataranietos a los que nunca conoceremos? El ser humano es frágil para que su memoria perviva y cuando llegan fechas en que se recuerda a los que se fueron, cuando nichos y panteones aparecen llenos de flores, esa fragilidad se acentúa. Cientos y cientos de lápidas aparecen vacías.

Por eso, aún resultan más emotivas las ofrendas cuando se producen en la parte vieja del Cementerio General. Porque aquellos que depositan flores no conocen a los que allí duermen. Como mucho, unas fotos sepia y referencias más o menos vagas se van perdiendo con el tiempo. Es un ejercicio de amor hacia aquellos que se fueron hace cien o ciento cincuenta años.

Cien años es, por ejemplo, lo que ha pasado desde que se fue el matrimonio formado por Rosa Vilata y Ramón Aviñó, que tuvieron una venturosa y larga vida. Poco después sí que se unió un joven, Tomás Laguarda, cuya foto aún aprecia un aire distinguido.

Un rotundo ramo de rosas rojas queda a los pies de con Vicente Hernández, fallecido en 1872, cuyos datos vitales están prácticamente borrados. Más se distingue la lápida donde unas orquídeas y rosas dan color a lugar donde reposan don Ramón Orellana y doña Emilia Sacanelles. El se marchó en 1889 y ella le sobrevivió hasta 1914 y la reunión la hicieron «sus sobrinos, albaceas y testamentarios». El nicho fue abierto en 1828 para depositar a Clotilde Esteve, prematuramente muerta el día de Año Nuevo de 1918 y cuya foto apenas se distingue. Su estela sostiene las flores primorosamente. Los sobrinos son también quienes sellaron la tumba de Lorenzo Ysern en 1892 para reunirse con su esposa, Carmen Sacristán, que había sido enterrada en 1864.

La muerte podía ser muy cruel, como debió ser con Joaquín Sorolla y Concepción Bastida. Los descendientes de quinta o sexta generación que han puesto flores en una vieja jardinera seguro que conocen qué pasó para que fueran enterrados con apenas tres días de diferencia teniendo él 32 años y ella 27, un infausto agosto de 1865.

Las pruebas de amor estremecen como cuando se aprecia una tumba a ras de suelo. Los estragos del tiempo han destrozado la lápida, de la que apenas quedan unos escombros. No hay nombre, ni epitafio, pero alguien recuerda a quien allí esté enterrado, porque al lado hay un pequeño búcaro con tres rosas y unas ramitas de paniculata.

En los laterales de las secciones más antiguas hay nichos de igual tamaño, pero menos profundos, en los que se enterraba niños. Y hay que tener un profundo cariño para depositar toda una bandeja con casi veinte flores, aunque sean artificiales, para recordar a Perico García. Si no hubiese «subido al cielo» con cuatro años, lo normal es que habría muerto de viejo hace varias décadas, puesto que su primera luz la vio hace 122 años. Quienes hayan depositado las flores deben ser sobrinos-tataranietos o incluso sobrinos-choznos. Lo mismo sucede con el nicho de Luisito Martí, enterrado en 1897 con tan sólo once años, pero a quien manos conocidas le han dejado un ramito de flores frescas metidas en una botella de plástico con agua o a Manuel Virto, de 9 años, cuyos padres le esculpieron una lápida en 1877 y donde alguien ha depositado ahora dos peonías.

Un detalle llama la atención en toda esa colmena de tumbas centenarias: prácticamente ninguna de las ofrendas se hace a los cientos de gentilhombres cuyos restos yacen en horizontal. Condes y barones blasonados, militares de altísima graduación reposan en el Cementerio General. Enterrarse allí no estaba al alcance de todo el mundo, pero ayunos de recuerdo. Unas orquídeas artificiales reposan junto a los restos de Joaquín del Pino, teniente de infantería fallecido en 1872 o de José Prendorgas y Gordon, canónigo de la Catedral de Segorbe. La familia Terol sí que recuerda a don José, «Caballero de la Orden de Carlos III y de la Segunda Clase de Beneficencia» y a su hijo, «Coronel de Infantería de Marina».

Otras veces son manos anónimas las que dejan el recuerdo: aquellos a los que les ha sobrado flor tras honrar a sus muertos y que, por piedad, recuerdan los huesos que allí descansarán perpetuamente. Sin que nadie vuelva a acordarse de ellos.