«¡Caballero, caballero! ¿Dónde va? Tiene que ponerse en la cola, por favor». Un muchacho vuelve sobre sus pasos tras descolgarse del carril del duelo a las afueras del Ayuntamiento de Valencia. Sigue las órdenes de una agente de la Policía Local que ordena un tráfico ligero de personas. Dentro está el libro de condolencias por Rita Barberá Nollà, antaño patrona de ese coloso de piedra, poder y burocracia. En el cap i casal se ha disipado la lluvia de los últimos días, pero ha quedado un frío invernal. En la plaza frente al balcón consistorial, ese desde el que Barberá atisbaba la siguiente mayoría absoluta cada mes de marzo, las grúas se afanan en adelantar la Navidad transformando el suelo llano en una pista de hielo.

Una larga fila humana bordea el edificio, hasta la mitad de la calle de la Sang. La mayoría, mujeres; la mayoría, mayores de sesenta. María Encarna Ara (68, «como ella», puntualiza) pide la palabra desde el final de la cola. «De aquí me voy al tanatorio», asegura, declarándose votante fiel a la exalcaldesa. Sin que medie pregunta, aporta que ayer (el miércoles) se encaró con un periodista porque «ha sido muy duro con ella». ¿Qué destacaría de...? «¡Todo!», se adelanta. «Su franqueza y su empatía por la gente», tercia Benito Sastriques (68). Su interlocutora relata entonces que su hijo, que estudia en la universidad, veía al salir de clase a la alcaldesa, que venía del peluquero, «y le daba dos besos». El grupo que empieza a arremolinarse en torno a esta vecina salpica de comentarios el discurso. «Yo del PP no soy, pero de Rita sí», dice una mujer antes de volver la espalda al corro.

María Encarna, queda patente, es de las que culpa a la prensa del declive de Barberá, aunque guarda una parte para «algunos del partido». «No, no, el partido no le dio la espalda, lo que hicieron fue por la presión de los medios», le interrumpe Benito, acogiéndose al argumentario que vociferaba horas antes Rafael Hernando por la radio. «Valencia le dio la vida y Valencia se la quitó», se interpone una señora. Esa, dice, será su dedicatoria en el libro.

En la fachada izquierda del consistorio no hay cola, pero hay un memorial improvisado, semejante al que se ha alzado en casa de Barberá. «Llevo 18 años aquí, siempre he votado por ella», dice Stoyanka, de mediana edad y búlgara de nacimiento, que deposita una rosa más en el altar.

A unos metros de distancia, dos veinteañeros observan la escena con curiosa distancia. «Tal y como han sido sus últimos meses, no comparto este homenaje. A ver, ella ha estado estafando», observa Sergio Martínez (22), estudiante. Su compañera Laura (21) apostilla que se «ha divinizado» la figura de la exalcaldesa y añade que su círculo de compañeros (estudia en una universidad privada, advierte) se ha mostrado «apenadísimo» en las redes. «Pues el mío estaba lleno de humor negro», interviene Sergio.

Ambos definen las Valencias que acabó delimitando la exalcaldesa, divididas entre la adhesión incondicional unos y la aversión a su figura, otros, mientras en el horizonte de la plaza del ayuntamiento se dibuja una estampa nueva: poco más de un centenar de estudiantes de instituto protestan contra las reválidas, encabezados por una pancarta: «Revàlides franquistes no!». Vienen desde Alzira y les acompaña un grupo de limpiadoras de instituto en contra de los despidos en un centro de Oliva. Uno de los estudiantes dice que una mujer les hacía peinetas en el recorrido. «A ella le dedican un minuto de silencio pero no protestan junto a los jóvenes, que somos el futuro», se queja Sergi Camps (18).

La manifestación no llega a desfilar ante el ayuntamiento, protegido de pronto por furgones policiales. Desde la fila luctuosa algunos se acercan a ese nuevo grupo, aunque mantienen una brecha de asfalto. Dos ciudades; dos.