Convertida en víctima, Rita Barberá conserva para el PP su condición incómoda incluso en la hora de la despedida. Desde la perspectiva de un fallecimiento con componentes trágicas, cualquier mirada hacia atrás desemboca en una revisión lacerante del pasado, que los populares sobrellevan cada cual a su estilo porque la muerte desborda los argumentarios. Su portavoz parlamentario, Rafael Hernando, tiende siempre a la sobreactuación, más justificada en un momento en que toda manifestación excesiva se exculpa por lo irreparable de la circunstancia. Por ello, nadie debe reprocharle lo que, en un contexto menos emotivo, sería una enorme muestra de cinismo, que ni siquiera se justifica con el afán de ganarse hasta el último de los más de 100.000 euros al año que percibe por acuñar con rotundidad el mensaje del PP en el Congreso.

Para evitar que algún otro partido se vea en la incómoda situación de arrojar de su seno a un cargo público con el objetivo altruista de protegerlo, hay que incorporar a la agenda parlamentaria algunas reformas, a las que solo apuntan de una forma tímida las medidas para mejorar la vida institucional tejidas en el pacto de investidura de Rajoy. La mejor forma de proteger a cualquier cargo público es impedir que el poder que tiene transferido se convierta en un poder personal. Se puede ser un alcalde magnífico durante el tiempo razonable de ocho años sin necesidad de perpetuarse en el sillón un cuarto de siglo, período en el que se multiplican las tentaciones de borrar los límites entre la figura institucional y el particular que la ejerce. Las consecuencias de esa confusión son de sobra conocidas, aunque los partido tiendan a mirar para otra parte cuando se trata de sus grandes valores electorales y además decisivos en el acontecer interno, como era el caso de Barberá.

Protéjanse cautelarmente marcando límite temporales a la permanencia en los cargos, que, de paso, nos protegen a todos.