Ahora que gracias a San José las Fallas se han tomado un merecido descanso, tal vez sea el momento para sugerir un par de cosas acerca de las más queridas fiestas valencianas, sin recibir por ello, como en algún momento ocurrió, una torrencial catarata de insultos, a cual más fallero del tipo de «Si no le gustan, que se vaya», o «Cómo se nota que ese tipejo no es valenciano», o bien «Menudo hijo de puta», como si su enmascarado autor hubiera conocido a mi madre de toda la vida, aunque debo reconocer que el que más me enterneció fue el de una señora o señorita, probablemente psicóloga infantil o la inversa, que me aconsejó de manera no muy fina acudir a un centro de salud mental, ya que sin duda para ella un servidor estaba fatal de la azotea. En fin€

De entre todas las alegrías que nos deparan las fiestas josefinas, amparadas ahora por la UNESCO, no cabe duda de que la más brutal e innecesaria es esa despertà con la que las animosas comisiones de falla pretenden día tras día fallero incorporarnos a todos a la Fiesta por las buenas o por las malas. Ese acto de totalitarismo será todo lo tradicional que ustedes quieran, pero es cierto que la fatalidad del paso del tiempo lo ha convertido en un molesto arcaísmo que, salvo para dañar nuestra audición, no sirve absolutamente para nada ajeno a la perpetuación de las variadas costumbres de las comisiones falleras. Porque, vamos a ver: ¿A quién despierta tempranamente esa ordalía de petardos y pasodobles de adormiladas bandadas de música? A quienes se afanan en ultimar sus preparativos.

Lo cierto es que para la mayoría de valencianos no viene a ser sino una tabarra más de las que deben soportar calladitos en el desmesurado trajín de nuestras fiestas mayores. Para los que tienen la suerte de conservar su trabajo, la despertà los pilla ya en el tajo o camino de él entre apretones de metro o autobús, o atrapados en el laberinto de calles valladas que tanto dificultan el tránsito en esas fechas.

Tal vez por ello los automovilistas o quienes se desplazan en vehículos de transporte público ostentan en esas fechas las caras más largas que he visto en mi vida, y ya se sabe que no conviene para nada despertarse con el humor por los suelos. Y respecto a los que no tienen ninguna prisa por abandonar la cama, ser despertados por truenos y relámpagos, por musicales que sean, no llevan a otra cosa que a abrigar una granizada de feo humor a menudo trufado de insultos y palabrotas malsonantes, como si se tratara de un batallón de falleros renuentes.

Respecto de los jóvenes, a quienes el mundo fallero trata de integrar a borbotones, ya me explicarán cuántos de ellos están en condiciones de empalmar el final del botellón con el comienzo de un día que arranca con semejante estruendo. Y nada me extrañaría que prefirieran irse a dormir tranquilamente hasta la mascletà (que no es otra cosa que machada) en lugar de sumarse así como así al ruidoso festín tan de mañana. De modo que nos despiertan sin piedad a petardazos más o menos musicados para que todos nos sumemos a la Fiesta. Vale. Pero ¿qué fiesta? Ya estamos todos despiertos, como quieren los falleros. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Seguimos tirando petardos hasta el mediodía? ¿Empezamos con el botellón a las once de la mañana? No parece una actividad muy conveniente, ni siquiera en fiestas falleras.

Cabe suponer, por supuesto, que en los lejanos tiempos en que Valencia era poco más que un fortín amurallado rodeado de huertas y acequias y ya separado en su eje central por los desmanes del Turia, el aporreo de la despertà era una brutalidad necesaria y tan extendida quizás como ahora, ya que no era del todo posible andar por ahí en motos, furgonetas, coches o autobuses para avasallar a la gente de madrugada con la buena nueva.

Es posible. Pero ¿qué necesidad festiva cabe atribuir ahora mismo a semejante atrocidad mañanera? Como no sea advertirnos a primera hora del infierno que nos espera durante el día€ De ahí que tantos y tantos valencianos no vacilen en largarse con viento fresco de la ciudad en cuanto comienza el temible ronroneo festivo. Es posible que muchos regresen la noche de la Cremà, tal vez para asegurarse de que, en efecto, arden las fallas y termina así la pesadilla. ¿Y a quién no le agrada mirar desde lejos una temblorosa y juiciosa hoguera?