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Reportaje

El mal de ojo en la València supersticiosa

Los musulmanes valencianos también creían en él y recurrían al agua de almanchicén así como a los granos de peonía

Diversos objetos populares para combatir el mal de ojo.

Entre las diversas creencias folklóricas y mágicas que se incorporaron al marco teológico de la brujería, el aojamiento o mal de ojo, era una de las más primitivas. Ya en época romana se supo que el eucalipto servía para combatir este mal, por lo que los ciudadanos del imperio perfumaban sus viviendas con hojas de esta planta que colgaban cerca de la puerta de entrada para contrarrestar la fuerza del maleficio. Entre los maleficios de los hechiceros autóctonos figuraba este encantamiento, producido por algunas personas que podían causar males a otras con sólo mirarlas fijamente. Los valencianos llamaban a esta acción lligament. Y es que así como una ojeada consiste en un movimiento de los ojos, una mirada penetrante puede provocar muchas veces un movimiento del espíritu.

Los musulmanes valencianos en cuanto se sabían víctimas de un aojamiento recurrían al agua de almanchicén, que decían que era como rocío de mayo, y se colgaban del pescuezo granos de peonía junto a las omnipresentes nóminas, puestas en bolsitas forradas con cuentas de colores.

Para el mal de ojo se recomendaba, asimismo, llevar consigo coral, hojas de laurel, raíces de mandrágora y piedra esmeralda, aparte de diversos amuletos con ingredientes comunes como la sal, el ajo, objetos de oro y plata o las herraduras. Todo ello porque con estas cosas, decían, se confortaba el espíritu del que las llevaba, creándose una fuerza contra el venenoso aire, depurándolo con su calentura y fragancia y expulsando así el mal conjuro. También era efectivo bañar en agua con sal las plantas de los pies y las palmas de la mano, beber tres sorbos de esta agua salada y después echarla al fuego. Para preservar a los niños recién nacidos, su padre tenía que mojarlos con saliva. Si habían sido ya maleficiados, lo ideal era pasarles por sus propios ojos, antes de que supieran hablar, ojos de gatos monteses.

Tenían consideración de amuletos aquellos objetos portátiles de materiales diversos como papel, madera, metal, piedra o pergamino, que se fabricaban en forma de figura o medalla y a los que supersticiosamente se les atribuía virtud sobrenatural para alejar algún daño o peligro.

Previamente, habían sido tratados por algún hechicero o santero. Así se convertían en objetos que tenían la propiedad de proteger contra la desgracia y los malos espíritus. En ocasiones, no sólo iban colgados del cuello sino que podían verse alrededor del tobillo o de la muñeca, o prendidos de una aguja al vestido. A los niños se les protegía del mal de ojo con campanillas, medias lunas, cruces, relicarios, el lazo rojo o las figues, unas manitas con el puño cerrado y el pulgar asomando entre los dedos índice y corazón. El viajero y literato alemán Chretien Auguste Fischer ya advirtió, en su viaje a València de 1804, la especie de superstición que era el mal de ojo. Decía que su presencia era más fuerte en València que en ningún otro lugar.

Por entonces, en nuestra ciudad se fabricaban unos amuletos que llamaban manecillas, que no eran otra cosa que las citadas figues esculpidas en marfil.

Estos objetos eran muy populares entre los ciudadanos y, como verdaderos talismanes, los llevaban colgados del cuello, sobre todo los niños.

También se elaboraban pajarillos confeccionados con tela de color escarlata o carmesí. En los casos desesperados había un método infalible, el planter de figues, que cita Fischer, sortilegio que se debía de realizar en plena huerta. Se debía referir a un ritual con presencia de la higa o figa, objetos similares a las manecillas, algo parecidos a la tétrica mano de gloria. Por la presencia de nuevas culturas en la población valenciana, las creencias supersticiosas se han incrementado en aquellas personas fieles a la tradición supersticiosa de sus países de origen. En la actualidad hasta se pueden ver a pequeñas criaturas portando unos lacitos o signos de color rojo para protegerles de las envidias, así como del popular mal de ojo.

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