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De la festa, la vespra

La Fira, un invento laico

La Fira, un invento laico

La ciudad, superado el ecuador del año, deja atrás su dimensión festivo religiosa tras tener dosis y sobredosis -san Vicente mártir, Semana Santa, Pascua, Virgen y Corpus- , y se adentra en lo más profundo de su antropología y memoria histórica de lo profano y pagano. Son las de Julio fiestas populares, no patronales, cívicas, no religiosas, muy a pesar de que sus famosas corridas de toros que integra siguen llamándose Fira de sant Jaume.

El 13 de diciembre de 1870 a instancias de los concejales Pedro Vidal, José Saura y Enrique Ortiz, el Ayuntamiento de Valencia acordaba crear «una feria anual en los últimos días de julio, de productos y ganados de todas especies», a la cual serían convocadas las fuerzas y asociaciones vivas de la ciudad para que se sumaran a sus jornadas con distintas ideas y actividades, cuenta Martínez Aloy.

El ideador del evento fue Pedro Vidal Cros y con sus dos otros compañeros de escaño formó la comisión municipal y primera junta general que puso en marcha la Gran Fira de Juliol , cuya primera edición se celebró en 1871 en día que, curiosamente, estaba el padre del evento de alcalde accidental, al estar de vacaciones el titular de la Corporación Vicente Urgellés.

La idea inicial fue hacer una feria a la manera de las de Xàtiva en Agosto o Cocentaina en noviembre. La capital del Reino no tenía una feria en propiedad. Hoy su resultado herencia en el tiempo no tiene mucho que ver con el proyecto inicial. Era un «totum revolutum» que pretendía ser promoción económica, cultural, festiva y turística. Una manera de llenar el largo período estival, de entretener y divertir, en una Valencia que acababa de derribar las murallas para ocupar parados y recién la gente se había levantado en revolución cantonal y proclamado por su cuenta la República Federal.

Los munícipes se dieron cuenta que lo que más nos distrae es la fiesta y nos entregamos por entero a ella en el momento nos la sirven en bandeja. Se pusieron a ello. Se buscó una campa o pradera y se determinó la de la Alameda junto al río y los Jardines del Real, pero había que urbanizarla en parte, preparar una mínima infraestructura para instalar allí cestones y pabellones. No había dinero en el Consistorio para esos menesteres y fue el poderoso multimillonario José Campo, propietario de la fábrica de gas quien se ofreció a hacer gratis, sin que le costara un duro al Ayuntamiento, la canalización, instalación y servicio de gas para el alumbrado del recinto ferial. Pareció de momento un gesto altruista, pero Campo nunca dio puntada sin hilo. A cambio se quedó con el derecho exclusivo del suministro de gas en la zona por donde pasó la nueva canalización. Ganó dinero con aquella operación aparentemente altruista. Se cuenta como excelente aquella iluminación, hecha en dos semanas, tiempo récord, que hizo brillantes los actos nocturnos de la feria de julio.

La historia de la Feria de Julio está llena de éxitos, de asistencias masivas a los actos. Los políticos siempre se han volcado en ellos, porque daban réditos electorales y popularidad. A los valencianos nos gustan más las fiestas que un helado a los niños en un desierto. Lo nuestro es de libro.

La mayoría de expertos que han estudiado la manera de ser de los valencianos nos consideran alegres de carácter, vivos de ingenio y ricos de imaginación. Escribía Teodoro Llorente que el pueblo valenciano «propende a todo lo que sea fiesta y regocijo, tiene fama de festivo y alborozado. Su índole sociable y expansiva, y lo apacible del clima que disfruta, conspiran para llevar a la plaza y a la calle sus diversiones y festejos, convirtiéndolos en espectáculos públicos y en solemnidades verdaderamente populares». Es la teoría de que el clima influye y determina en el ser y hacer festivo de nuestro pueblo. El que nos lleva al jolgorio callejero, a lucir el palmito y hacer la pasarela, «ab utroque iure».

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