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Patraix

La vida en una alquería del siglo XVII

Los Tronc-Pellicer son la última familia que vive de forma permanente en una histórica casa de huerta en Sant Isidre

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Vivir en una alquería del siglo XVII

Entre altos edificios e infinitas autovías y carreteras se refugia la huerta valenciana. A lo lejos asoma una alquería. Poco queda ya del olor a azahar y los paisajes que dibujaba Estellés en sus poemas.

Pese a los esfuerzos de rehabilitación del Ayuntamiento, la expansión urbanística supone una amenaza para estas construcciones históricas valencianas catalogadas como Bien de Relevancia Local. Las alquerías son un reflejo de la cultura tradicional de la ciudad, ya que eran casas de campo familiares dedicadas a la explotación agraria de regadío y a actividades agrícolas. De estas alquerías, alrededor de las cuales se han construido muchos de los municipios actuales como Alquerías del Niño Perdido, quedan mayoritariamente muros desconchados, grafitis y recuerdos. No obstante, pese a no ser lo más habitual, todavía se pueden encontrar alquerías de uso residencial.

A las afueras del barrio de Sant Isidre, junto al camí Vell de Torrent, se encuentra la alquería Maroto, construida a finales del siglo XVII y que ha pertenecido durante más de 400 años a la misma familia. El Plan Sur, trazado del nuevo cauce del río Turia, supuso un punto de inflexión, ya que dividió la zona de huerta. «El río fue una ruptura. Cuando las alquerías se fueron disipando, sus habitantes abandonaron las casas», se lamenta Concha Tronc, una de las propietarias de esta alquería. Junto a Carmen, la otra propietaria, estas dos hermanas han visto crecer en esta alquería a sus hijos y ahora, en el caso de Concha, también a sus nietos. Regar el campo, recoger fresas y plantar patatas sustituyen a la televisión o a los videojuegos cada vez que van a casa de sus abuelos. «Viven lo que es la huerta, los animales», confiesa Concha, que admite que la vida en la alquería es «más libre y más familiar».

La vivienda, que se ha adaptado y reformado para mejorar su comodidad, no ha perdido la singularidad característica de este tipo de construcción. Una imponente fachada sirve de acceso a una vivienda de planta rectangular y dos pisos de altura de más de 400 metros.

Sobre sus paredes todavía se pueden ver las pinturas paisajísticas que vistieron los tabiques en antaño. Los azulejos comprados antes de la Guerra Civil sirven de alfombra a los muebles, algunos con más de 100 años de antigüedad, que decoran las estancias. Al mirar las vigas, que se conservan desde finales de 1600, todavía se aprecian las cuerdas de cañizo sobre las que las orugas vivían, vestigios de la sedería de València y del cultivo de estos gusanos típico de las alquerías valencianas. Una de las peculiaridades de esta vivienda es que, aunque ya tapiada, presentaba una abertura inmensa al norte, lo cual es extraño, ya que las alquerías suelen orientarse al este u oeste. «Este hecho se justifica en que, durante un periodo, esta alquería fuese una casa señorial de verano abierta al norte porque es más fresco», explica Vicent Lluch, marido de Concha. Además, la alquería cuenta con un gran patio central, un corral ahora en desuso, un pozo y dos cocinas, una de invierno con chimenea y otra de verano.

«Vivir en la alquería me mantiene conectada con mi historia, siento a mi familia en toda la casa», admite con nostalgia Carmen. «Mis hijas han vivido aquí, pero ya no tienen el mismo vínculo», explica Concha, que admite que existe un cambio generacional, pero cómo afecte este a las alquerías dependerá del dinero.

Punto de encuentro familiar

El mantenimiento de estos inmuebles es elevado, el tributo alto y las ayudas públicas insuficientes, reivindica este par de hermanas que solicitó al Ayuntamiento que les rebajase el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI). «No se protegen las alquerías y al final la poca gente que queda, acabará yéndose», reconocen. De todas las alquerías que conformaban la huerta de San Isidro, su familia es la última que vive de forma permanente en una de ellas. «Somos los últimos mohicanos de la huerta», bromean entre risas.

Pese a ello, se niegan a abandonar la alquería en la que han nacido y esperan morir. El servicio de recogida de basuras no llega hasta allí, tampoco el transporte público. La conexión a internet es antigua y el permiso B de conducción a los 18 años obligado. Pese a eso, admiten no cambiar la alquería por una casa en la ciudad. Sus ladrillos son un recordatorio de la historia de esta ciudad. «Recuerdo que con la Pantanada de Tous se inundó toda la alquería», afirma Concha, que jugaba al escondite con su hermana mientras los «hombres de la huerta» se reunían en su salón a hablar del agua y de la situación política. De esta alquería, que afirman ha sido siempre el punto de encuentro de su familia, guardan un recuerdo feliz que huele a tierra mojada. «Hemos tenido la libertad que hemos querido, yo percibo esta alquería como un matriarcado», sentencia Concha.

Poco queda ya de esos tiempos en los que Carmen y Concha jugaban preparando la cena de los cerdos, daban paseos por los campos convertidos hoy en carreteras y se dirigían a la escuela municipal, la ya inexistente alquería Cremà.

La alquería Maroto, de la que se desconoce el porqué de ese nombre, persiste en la huerta valenciana de la que Machado decía que era «como un poco de paraíso».

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