Desde algún punto de vista, es el jardín más importante de Valencia, ya que forma parte indisoluble del único edificio local declarado Patrimonio Mundial por la Unesco. Ayudada por ese galardón, la Lonja es el monumento más concurrido de la ciudad, con 562.859 visitas durante el pasado año según cifras del ayuntamiento. Duplica sobradamente al que le sigue, las Torres de Serranos. Y todos los visitantes, absolutamente todos y todas, han de atravesar el Patio de los Naranjos, nada menos que de los naranjos, para entrar a las salas. Quizá las personas con movilidad reducida no puedan subir la señorial escalera del Consolat de Mar, porque carece de cualquier adaptación, pero todas pasan por el jardín desde que se cerró la portada principal y se abrió la puertecilla de la calle trasera como único acceso.

¿Y qué se encuentran al entrar? Primero, que han de comprar las entradas en un cobertizo varios siglos más joven que el resto del monumento, adosado toscamente al muro exterior. Es útil, sin duda, pero desfigura por completo la simetría original del Patio. Debido a él, los cuadros de plantación son irregulares y la fuente ha quedado descentrada. Su increíble chorrito es la primera visión, un trozo de tubería que emerge de unas piedras vulgares amontonadas de cualquier manera. Si el turista desvía la mirada hacia la izquierda, dos viejas trapas de plástico, también seguramente muy útiles, interrumpen y degradan lo que habría de ser un seto tan perfecto como las columnas de la sala principal.

A la derecha no hay trapas, pero alguien ha dejado crecer desmañadamente la esquina del seto, quizá con la intención de esculpir en el futuro una ninfa vegetal como las que ornaban el jardín para la boda de Felipe III con Margarita de Austria en 1599. Difícil, porque el cronista de aquel acontecimiento, Felipe de Gauna, cuenta que los setos del Patio de los Naranjos eran de mirto, nuestra murta, arbusto autóctono de hoja pequeña con el que se cubren las calles para que las procesiones perfumen las calles al pisarlo . Mucho más elegante y tradicional que los actuales aligustres. Y si al menos se hubiera optado abiertamente por los aligustres?Porque entre ellos aún perviven algunos mirtos, incluso de dos variedades diferentes, intercalados sin orden ni concierto.

Naranjos enclenques

Dejemos de mirar al suelo y alcemos la vista. ¡Sursum corda! Tampoco. De la docena y media de naranjos que habitan el patio de su nombre, la mitad presenta una alarmante escasez de hojas. Algunos de ellos han sido tan podados ya, en busca de una imposible regeneración, que son apenas esqueletos deformes. Nada, desde luego, que evoque las manzanas de oro de los griegos, ni los vergeles árabes ni los huertos valencianos. Uno de los naranjos incluso tiene una etiqueta clavada directamente en el tronco. Un exceso de información que contrasta poderosamente con la escasez general en el resto del recinto, donde acá y allá aparecen muebles dejados caer, sin un mísero cartel que ilustre al turista sobre su antigüedad y uso. Hay un video, sí, pero se proyecta directamente sobre una pared de piedra y resulta muy difícil de visualizar.

La débil sombra que proporcionan estos espectros de naranjo es insuficiente para que las aspidistras plantadas a sus pies, tan ufanas y señoriales en otros patios góticos de la ciudad, mantengan su verde profundo. En su metamorfosis hacia el amarillo paja les ayuda claramente el estado de la tierra, que se asemeja de modo inquietante a esos pantanos vacíos, cuarteados y con aspecto de ladrillo cocido. No hay en ella rastro de materia orgánica, de abono ni, lo que es peor, de humedad.

Resulta curioso que hace 500 años se construyera allí una noria para poder regar el Patio y alimentar la fuente con el agua de la acequia de Rovella y que los adelantos actuales no sean suficientes para mantener el jardín en condiciones. No están en mucho mejor estado los heráldicos acantos, ni siquiera los resistentes agapantos que, al menos durante un par de semanas al año, aportan las únicas flores del recinto además del azahar.

Completa el panorama un ciprés deformado, más vetusto que anciano, y algunas plantas en macetas. Destaca por su ubicación la que pretende enmarcar la lápida dedicada al arquitecto de la Lonja, el insigne Pere Comte -así firmaba él, aunque la lápida incurre en la arraigada tradición de apellidarlo Compte - en la que malvive una schefflera.

Peor es lo que ocurre con la placa de mármol que se colgó hace veinte años para celebrar la declaración de la Unesco. Además de ser prácticamente ilegible, en lugar de planta que la enmarque dispone de un hermoso, por lo grueso, canalón de polivinilo.

Habrá quien opine que lo importante de la Lonja son sus piedras, no sus plantas. Pero basta mirar las piedras para comprobar que toda ella es un homenaje al mundo vegetal, con expresión máxima en el palmeral que recrean las columnas salomónicas de la Sala de Contratación. En la portada principal hay numerosas referencias a una botánica mítica, desde monstruos que se tragan árboles hasta hombrecillos sin pantalones que parecen practicar actos inquietantes con ellos. Hay peregrinos descansando bajo el follaje en compañía de caracoles gigantes, y multitud de elementos vegetales en ventanas, escudos y muros. La decoración de la puerta recayente a la plaza del Collado arranca de unos búcaros de los que nacen las enramadas que forman las arquivoltas, donde se entrelazan elementos de la flora mediterránea fácilmente reconocibles.

Hay que insistir en que el patio no es un añadido, sino parte fundamental del edificio desde su diseño. Lo señala el alemán Hieronymus Munzer en su visita el 1494, cuando las obras llevaban once años: «en la actualidad están edificando allí una casa magnífica que llaman Lonja, donde se reúnen todos los mercaderes para tratar sus asuntos. Tendrá un huerto con variados frutos y una fuente».

Los jardines medievales, sean claustros de conventos, se encuentren en el interior de fortalezas y castillos o formen parte de la arquitectura civil, son inseparables de la construcción que los contiene y a la vez espacios con sentido y valor propio, en consonancia con las creencias sociales, políticas y religiosas imperantes en la época. Son lugares propicios para la meditación, la calma, los sueños y, en el Renacimiento, incluso para los negocios. En la Lonja, que está a caballo entre las dos épocas, las salas y el jardín conforman una unidad en el sentido físico y también en el cósmico, una imagen idealizada del mundo y del paraíso. Al menos, del paraíso de los comerciantes.

Un espacio fundamental

Una prueba del cuidado que siempre se ha tenido con el patio se encuentra en la fiesta que organizó la ciudad para recibir a Felipe II en 1585 y que tuvo su acto central en la Lonja (también hasta hace pocos años se reunía allí a los Nobel y a los Reyes para los premios Jaume I). "S'entrá en lo hort de dita llonja, lo qual estaba molt ben adresat i encañisat de nou y ab molta verdura sobreposada", dice la crónica de aquel acto.

El francés Charles Davillier, cuatro siglos después, confirma que el patio sigue igual de próspero: «el interior es de una maravillosa elegancia. Al fondo una amplia puerta, rematada por elegante ojiva, deja ver un jardín, plantado por limoneros y naranjos, quizá tan viejos como el monumento».

No sabemos si la suposición es cierta, pero podría serlo porque los primeros naranjos fueron plantados allí en 1520 y este árbol, que en agricultura es de quita y pon, puede llegar a vivir más de mil años. Lo indudable es el acierto de Davillier al destacar al empaque de la puerta entre el Salón Columnario y el Patio, que reafirma la importancia dada al jardín desde el principio.

¿Qué dirían hoy estos ilustres visitantes? Ellos no lo sabemos: en Internet, la inmensa mayoría de comentarios elogian el edificio pero ignoran el patio a pesar de que lo han cruzado al entrar y al salir. Señal evidente de que a sus autores no les ha causado esa emoción casi celestial que buscaba Pere Comte.